Soy un soldado alemán, o uno soviético, o uno rumano, o italiano, o húngaro, luchando en mitad de ninguna parte, combatiendo en las ruinas de Stalingrado, muriendo sin saber bien por qué motivo. Soy un judío errante, encerrado entre alambres de espino de un campo de exterminio en cuya puerta un letrero anuncia, irónicamente: “El trabajo os hará libres”. Las chimeneas arrojan humo negro...
Camino descalzo bajo un sol de justicia, buscando refugio donde ampararme, beber agua y calmar esta sed que me abrasa, comer... lo que sea. Quiero alimentar a mi hijo, pero mi pecho no da más que aire... y él, o ella, muere entre mis brazos marchitos sin haber siquiera vivido.
¿Quién incendió Samarkanda? ¿Quién destruyo Nínive? ¿Acaso Bagdad no es ya más que una ruina? Nueva York tiene una cicatriz que aún sangra. A mil millones de millas mil muertos inocentes pagan los platos rotos. Una mina olvidada destruye un camión repleto de civiles. Soy un trabajador de Mahattan, y una mujer condenada dos veces, por mujer y por pobre.
Somos nuestro propio dios, y nuestro propio infierno, o acaso, ¡ah, terrible duda! tal vez dios, el demonio, luz y oscuridad sean la misma cosa y estén dentro de todos y cada uno de nosotros y nosotras.
Francisco J. Segovia -Granada-
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