La conversión de un texto a otro idioma es un proceso de reescritura. El traductor es el autor
invisible que abunda en el ser literario del original. Es la silueta apenas definida del propio autor. La afirmación de la obra en la lengua traducida depende exclusivamente de la interiorización del eco que aquella le transmita a aquél. A modo de los circulos concentricos que miden los años de vida de un árbol, las traducciones van dotando a la obra de nuevos elementos que conforman la viveza del lenguaje y que corresponden al contexto histórico, linguístico, literario y social de la época en que se efectúen, pero partiendo de un origen común. Es un texto nuevo que tiene vida propia. Como señala Octavio Paz, "Cada texto es único y, simultaneamente, es la traducción de otro texto. Ningún texto es enteramente original porque el lenguaje mismo, en su esencia, es una traducción: primero, del mundo no verbal y, después, porque cada sigo y cada frase es la traducción de otro signo y de otra frase. Pero ese razonamiento puede invertirse sin perder validez:todos los textos son originales, porque cada traducción es distinta. Cada traducción es, hasta cierto punto,una invención y así constituye un texto único".
El traductor se proclama en silencio. Al fin y al cabo es el que prescindiendo de cualesquiera otros
aspectos formales críticos, reinventa la formulación del libro con su propia participación. La faceta que encarna, se identifica con el legendario personaje de Mary Shelley, Frankestein. El texto es un laboratorio de experimentación pendiente de insuflarle carne y alma. "El lector ideal es un traductor. Es capaz de desmenuzar un texto, retirarle la piel, cortarlo hasta la médula, seguir cada arteria y cada vena y luego poner en pie a un nuevo ser viviente", dice Alberto Manguel.
El principio de universalización de la obra es precedido por otra mirada diferente a la del autor. Así los textos se hacen amplios y diversos. En ese flujo sin retorno, salvo para beber en la fuente que nutre su esencia. José Saramago precisaba que "los escritores hacen la literatura nacional y los traductores hacen la literatura universal". La traducción se revela como el catalizador de la dimensión literaria.
Los traductores guardan anonimato. En general no solemos tener curiosidad o interés en saber quién es el traductor. Sin embargo, cuando la lectura se refrena por los giros, el ajuste gramatical, el desequilibrio del pulso narrativo, entonces nos apercibimos que estamos leyendo una traducción. En caso contrario, seguiremos enfrascados en la lectura sin ser conscientes de la mano que mece la cuna. Lo que se pierde en la decantación traductora, se gana en universalización y degustación que procura ese intercambio con lectores de diferentes culturas, que se asoman a otro mundo a través de las traducciones.
Los libros quedarían ciegos sin la intermediación de los traductores. Y la cultura adherida, "urbi et orbi", al localismo más insustancial. La lectura sería una Torre de Babel. Las palabras obran el entramado intelectual y emocional que se transfiere en la obra traducida, pero necesitan el reposo y el conocimiento benefactor para cumplir con el objetivo de aproximarnos a ella.
Hay un hallazgo en cada nueva traducción de la misma obra, que recoge las connotaciones diferenciadoras de cada traductor. El lector puede llegar a identificarse con aquella que responda a la fidelidad al texto o que su expresión sea connatural al tiempo que vive. Lo cierto y verdad es que las traducciones son infinitas porque se renuevan. Al igual que lo hacen las palabras. Cambia el concepto de traducción y la forma de traducir. La dualidad de traición y fidelidad. Martin Lutero reflexionaba sobre ello y admitía que la mejor traducción posible siempre es mejorable, porque "a nadie le esta prohibido hacer una traducción mejor que la mía". Las traducciones siempre están por completar. Son producto de un tiempo y no son perdurables. La provisionalidad es el común denominador de cualquier traducción que se precie, a sabiendas que como manifestó el poeta Fazil Húsnú Daglarca,en el encuentro "Poesíum" de Estambul, en 1911, "Poesía es lo que queda cuando desaparecen las palabras". Sea entonces ese sentido único y, a la par, dubitable el que consagre la verdadera medida de la libertad creadora del traductor.
PEDRO LUIS IBÁÑEZ LÉRIDA
Publicado en la revista LetrasTRL 51
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