Mi prima Nicole... la volví a ver en el entierro de su padre, el tío Robert. Habían
transcurrido cerca de veinte años desde nuestro último encuentro, veinte años durante
los cuales no intercambiamos ni una llamada telefónica, ni una tarjeta de navidad,
aunque yo, a través de terceras personas, siempre supe acerca de ella. La ví
demacrada y muy envejecida. La muerte de su padre debió de afectarla de manera
tremenda; siempre había existido entre ellos dos una relación de compañeros, de
amigos. De adolescente, Nicole, con toda confianza, solía hablarle de los chicos que le
gustaban y le pedía consejos sobre cómo actuar para conquistarlos. En mi casa,
semejante manera de educar a una hija era algo inconcebible. “A este hermano mío se
le ha ido la cabeza con tanto viaje al extranjero, -le oí decir a mi padre en más de una
ocasión- algún día lamentará no haber tenido más mano dura”. Pero que yo sepa, el
tío Robert nunca tuvo que lamentar nada; Nicole fue una hija modelo que cuidó de su
padre con cariño hasta el último día de su vida.
Mi prima aún no se había fijado en mi presencia y aproveché para observarla. Estaba
marchita. No quedaba rastro de esa belleza que yo siempre había admirado tanto y,
por qué negarlo, envidiado. ¿Dónde estaba su abundante y ondulada melena cobriza
de la que tanto alardeaba en mi presencia, comparándola con mi pelo ralo y tieso, de
color rubio desteñido como decía ella? ¿Y esa piel, lisa y mate, que no necesitaba de
ningún retoque para disimular imperfecciones? No como la mía, llena de pecas, que
tanto en verano como en invierno, me salpicaban el rostro. “¡Hay que ver, -solía
bromear Nicole- cualquiera diría que has tomado el sol con colador!”
¿Por qué se mostraba tan cruel conmigo? Yo odiaba los domingos porque casi todos
los domingos había que ir a casa de mis tíos y me tocaba aguantarla. En cuanto
entrábamos por la puerta, me agarraba del brazo y me llevaba al cuarto de su madre.
Una vez allí, se sentaba delante del tocador y, con una maestría asombrosa en una
niña de sólo diez años, iba aplicándose diversos productos en la cara que, al cabo de
pocos minutos, la transformaban en una chica mayor, bellísima. Mientras ella
examinaba, complacida, su imagen en el espejo, yo cogía una barra de carmín e,
imitando sus gestos, torpemente, intentaba seguir el dibujo de mis labios. Nicole no
tardaba en pegarme un golpe seco en el dorso de la mano. “¡Quieta ahí, por mucho
que te pintes, siempre serás un patito feo; así has nacido y así te quedarás toda la
vida!” Y sus ojos volvían al espejo, y su boca, de un rojo cereza brillante, sonreía. La
odiaba y al mismo tiempo la tenía en un pedestal. Hubiese dado cualquier cosa por
parecerme a ella. Después de contemplarse durante largo rato con mirada satisfecha,
Nicole sacaba un algodón, lo empapaba en leche desmaquilladora y exhalando
profundos suspiros, iba borrando de su cara todo vestigio de afeites. A ella le hubiese
gustado poder seguir luciendo el maquillaje; a mí, aún con la piel completamente
limpia, me parecía preciosa.
Y pasó el tiempo, crecimos y nos distanciamos. Por suerte para mí, las visitas de los
domingos se fueron espaciando hasta hacerse casi inexistentes. Una tarde, me la
encontré en la cafetería de unos grandes almacenes. La acompañaban dos amigas;
las tres iban de punta en blanco, espléndidas, con tacones de aguja y oliendo a
perfumes caros. Nicole me dio dos besos y me presentó: “La flacucha de mi prima” –
dijo- y apretó los labios de una forma que casi la hacía parecer fea. Las tres se
echaron a reír y siguieron hablando de moda y de hombres, como si yo no estuviera.
Ese día es cuando decidí que no quería verla más.
Y ahora estábamos aquí, juntas de nuevo, después de tantos años. Alguien me tocó el
hombro, suavemente. Me volví; era ella. De cerca, el cambio en su físico era aún más
desolador. “Pensé que no vendrías” -dijo- y ví que le temblaban las comisuras de los
labios. Nos abrazamos, más bien ella casi se colgó de mí, con todo su peso, como
quien se agarra a un salvavidas para no ahogarse. Creo que me susurró “perdóname”,
pero no puedo asegurarlo. Todavía hoy, no sabría definir el torbellino de sentimientos
que me invadió durante ese abrazo: triunfo, pena, añoranza, ganas de estrujarla y
protegerla, ganas de reír y de gritar. Hasta hoy tampoco he conseguido olvidar cómo
me miró aquel día, con sus ojos tristes y enrojecidos, en los que por primera vez pude
leer que me quería.
Monique Weber. España
Publicado en la revista Oriflama 16
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