Atardecía el día en que todo acabó. Mark estaba disfrutando de la brisa primaveral junto a Lassie, su fiel pastor alemán. Aprovechando el buen tiempo permanecía sentado bajo la sombra de un enorme nogal. Recordaba ese árbol desde que era un niño. Siempre había estado allí, majestuoso, gigantesco, cobijando a una generación tras otra de su familia.
De improviso, sin saber cómo, el cielo se oscureció. Mark miró hacia arriba. Era una tarde despejada, sin nubes. ¿Entonces? Se enfundó las gafas de sol y dirigió la vista hacia el astro rey. Un círculo dorado, como siempre, aunque fijándose bien…
Por toda la esfera solar se veía una serie de diminutas manchitas, que crecían por momentos. En unos minutos, era como si estuviera observando un queso paulatinamente devorado por insaciables gusanos. Atónito, sin comprender, contemplaba aquel extraño espectáculo hasta que se dio cuenta de lo que ocurría. Una lluvia de meteoritos gigantes se dirigía hacia la Tierra y eso era lo que oscurecía la luz solar.
“Tengo que ir a la base”, pensó. Sus compañeros del observatorio tenían que verlo. La perra aullaba, asustada. La tranquilizó, acariciándola. Temblaba.
Corrió hacia la camioneta. Demasiado tarde, quizás. En la lejanía las explosiones comenzaron, una tras otra, implacables. Sólo era cuestión de tiempo que le tocara a él.
- ¿Mark? Despierta, marmota.
- ¿Ya hemos llegado? Pero si acabo de cerrar los ojos.
- Yo diría que la hibernación te ha dejado desorientado. Apenas llevas durmiendo doscientos años. Ya llegamos a Orión. Hay que preparar las especies que pudimos salvar de la destrucción.
Vidal Fernández Solano (España)
Publicado en la revista digital Minatura 119
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