La mujer vivía en un pozo. Era un pozo húmedo y profundo y, sobre todo, oscuro. La mujer dormía sentada y comía lombrices. Lo hacía desde siempre. El barro ya se había
tragado los restos de su madre y la única luz que conocía era la semioscuridad que se arrastraba hasta ella durante el día.
Hacía tiempo que la mujer había dejado de ser una niña pero todavía vestía la desnudez sin pudor, como lo hacían en su inocencia los infantes. De todas formas no conocía otra cosa que la soledad.
Una vez al mes la boca del pozo la cubría una enorme luz blanca que llegaba cuando tendría que haber habido oscuridad. Y ella gritaba. Gritaba vocales, sonidos que jamás eran palabras.
La gente del pueblo cercano al pozo abandonado empezó a hablar de lobos y de extraños ruidos en las noches de luna llena. Con un miedo atroz comenzaron a encerrarse en sus casas por las noches y a comprar amuletos contra el mal. Quemaron a unas cuantas de muchachas de las que se sospechaba eran brujas y podían convertirse en bestias y aun así los gritos y ruidos continuaron. Empezaron, entonces, a sospechar los unos de los otros y en una histeria colectiva cualquiera podía ser el siguiente en ser acusado de pactar con el diablo y ser condenado a la hoguera o a la horca según fuese el humor de los aldeanos aquel día.
Mientras tanto, ajena a todo aquello, la mujer seguía aullando a la luna llena, creyendo que era su madre la que se asomaba al pozo, comiendo lombrices y sin tan siquiera tener un nombre, anónima incluso a la oscuridad y al barro. En soledad eterna hasta el día en que murió.
Alejandro Mathé (España)
Publicado en la revista digital Minatura 117
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Hace 1 día
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