viernes, 13 de abril de 2012

LA CATEDRAL


Allí estaban, frente a mí, enormes,
como árboles de piedra,
perdiéndose en el cielo azul,
unas esbeltas torres góticas,
mientras en su gélido interior
guardaba celosamente maravillosos objetos
donde brillaban el oro, la plata,
las maderas preciosas y las estilizadas
figuras de los cuadros de El Greco.

No permanecen todos los detalles
en la memoria ni es posible
imaginar cuantos millones de ojos
han contemplado esto que ahora,
esta mañana de finales de febrero,
yo veo, ni cuantos se han convertido
en gris ceniza bajo aquellas piedras.

Seguro que ningunos pensaron
como yo ante aquellos tesoros
y maravillas de la imaginación
y del esfuerzo de unos hombres
anónimos que nunca llegaron
a saber cuanta admiración
causarían sus obras a lo largo de los siglos.

Me hubiera encantado sentarme
bajo los naranjos del patio,
ver desde allí ponerse el sol
y luego contemplar como la luna
que empezaba a crecer lucía
espléndida entre dos luminosas
estrellas y como de las tumbas,
de los cuadros, de las casullas,
escapaba una música celestial.

Allí estaba él, Doménico, en la orilla
del Tajo, con sus pinceles y su lienzo
pintando sin parar y viviendo
intensamente Toledo paseando
por la judería sintiendo el frío
en su rostro y en su cuerpo.

Seguro que a su lado hubiese
gozado recorriendo la judería
o el barrio árabe sin prisa
bebiendo un vaso de agua fresca
o un delicioso vinillo de la tierra.

Pero ni él está aquí, porque se perdió
en el tiempo hace muchos siglos,
aunque yo lo vea; ni yo estoy allí
cuando él pasea río arriba.
Yo lo conozco a él, sé de su vida,
pero él, Doménico, nunca oyó
hablar de este gaditano
que por el río tiene la mar.

JOSÉ LUIS RUBIO

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