Por Juan Cervera Sanchís -México-
El señor de la Torre de Juan Abad, hombre de adverso y envés,
entre veras y bromas, jamás pudo ocultar su obsesión: la muerte.
Y es que amaba extremadamente la vida. Él nos lo dice:
“Amando la vida con saber que es muerte.”
Quiere Francisco de Quevedo Villegas, como señala Scarpa,
“aunar la luz y la tiniebla, hacer una la vida y el morir, resolviendo
aquella íntima antinomia.” El mismo poeta expresa: “La vida
es mi prisión, y no lo creo.” Y llega a imaginar la posible libertad
allende la muerte. La vida de Quevedo es una guerra a muerte
y a toda vida en lo más hondo de su vida. No, no son juegos de
palabras, es hambre y sed de verdad, ansiedad de decirse y de
decírsenos. Los pies en la tierra, ¿la cabeza? Cielos y más
cielos. Y la muerte, tan real, o más, que la vida:
“¡Cómo de entre mis manos te resbalas!/ ¡Oh, cómo te deslizas,
edad mía!/ ¡Qué mudos pasos traes, oh muerte fría,/ pues con
callado pie todo lo igualas!/ Feroz de tierra débil muro escalas,/
en quien lozana juventud se fía;/ mas ya mi corazón del postrer
día/ atiende el vuelo, sin mirar las alas./ ¡Oh condición mortal¡
¡Oh dura suerte!/ ¡Que no puedo querer vivir mañana,/ sin la
pensión de procurar mi muerte!/ Cualquier instante de la vida
humana/ es nueva ejecución, con que me advierte/ cuán frágil
es, cuán mísera, cuán vana.”
La condición mortal, inevitable condición y, con la muerte al
fondo, Francisco de Quevedo, maestro del verso y de la espada,
se sumerge en la vida de los hombres y busca su verdad por
y con la palabra:
“No he de callar, por más que con el dedo,/ ya tocando la boca
o ya la frente,/ silencio avises o amenaces miedo./ ¿No ha de
haber un espíritu valiente?/ ¿Siempre se ha de sentir lo que se
dice?/ ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”
Y dijo Francisco de Quevedo lo que sentía y sintió lo eso cuesta.
El secretario del duque de Osuna, por ello, conoció el destierro
y, en San Marcos de León, la oscuridad de la mazmorra. Y vio
la muerte por todas partes. Su muerte y todas las muertes. También
la de su patria:
“Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuertes, ya
desmoronados,/ de la carrera de la edad cansados,/ por quien
caduca ya su valentía./ Salíme al campo; vi que el sol bebía/
los arroyos del hielo desatados;/ y del monte quejosos los
ganados,/ que con sombras hurtó su luz al día./ Entre en mi
casa; vi que, amancillada,/ de anciana habitación era despojos;
mi báculo más corvo y menos fuerte./ Vencida de la edad sentí
mi espada,/ y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuese
recuerdo de la muerte.”
El gran Quevedo vivió siempre con el recuerdo de la muerte
acuestas. Pero, a pesar, o por ventura de esa muerte, el poeta
alentaba enormes esperanzas de amor, porque si bien la muerte
era su obsesión no lo era menos el amor y la eternidad de éste.
De tal manera que el señor de la Torre de Juan Abad canta
desde su barro atormentado así:
"Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra, que me llevare
al blanco día,/ y podrá desatar esta alma mía/ hora, a su afán
ansioso lisonjera;/ mas no de esotra parte en la ribera/ dejará
la memoria en donde ardía;/ nadar sabe mi llama el agua fría,/
y perder el respeto a ley severa;/ Alma a quien todo un Dios
prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego ha dado,/
médulas que han gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejarán, no
su cuidado;/ serán ceniza, más tendrán sentido./ Polvo serán,
más polvo enamorado.”
Enamorado polvo, desde su barro atormentado, toda una
profesión fe, se sueña Quevedo, que no acepta, con palparla
tan próxima a sí, la muerte total y definitiva. Para él la muerte
es un trance, un viaje hacia zonas más altas; hacia ese polvo
enamorado y enamorante. La muerte, en fin, se salva de sí
misma por la gracia misma del amor. El maestro del conceptismo
así lo cree y así lo manifiesta:
“Si hija de mi amor mi muerte fuese,/¡que parto tan dicho no
sería/ el de mi amor contra la vida mía!/ ¡Qué gloria, que el
morir de amar naciese!/ Llevara yo en el alma, a donde fuese/
el fuego en que me abraso, y guardaría/ su llama fiel con la
ceniza fría,/en el mismo sepulcro en que durmiese./ De esotra
parte de la muerte dura,/vivirán en mi sombra mis cuidados,/
y más allá de Lete mi memoria./ Triunfará del olvido tu
hermosura,/ mi pura fe y ardiente de los hados,/ y el no ser
por amar seré mi gloria.”
El amor, la muerte; la muerte y el amor. He ahí el leitmotiv,
el hilo conductor de la poesía de Francisco de Quevedo Villegas,
que todo instante intenta el vuelo hacia las estrellas:
“A vosotras estrellas,/ alza el vuelo mi pluma temerosa,/ del
piélago de luz ricas centellas;/ lumbre que enciente triste y
dolorosa/ las exequias del difunto día.”
Quevedo es siempre un militante del humanismo. Su
humanidad desbordada, de hombre en cueros, nos estremece
y fascina, pues cuando lo quiere se transforma en el espíritu
más delicado:
“¿En un átomo de pluma,/ cómo tal concepto cabe?/ ¿Cómo
se esconde en una ave/ cuanto en contrapunto suma?/ ¡Qué
dolor hay, que presuma/ tanto mal de su rigor,/ que no
suspenda el dolor/ al iris breve, que canta,/ llena tan chica
garganta/ de orfeos y de vigüelas?”
Sí, se enlazan en la poesía y en la vida de Quevedo la luz
y la sombra:
“¿De qué sirve presumir,/ rosal, de buen parecer,/ si aún no
acabas de nacer/ cuando empiezas a morir?/ Hace llorar y
reír/ vivo y muerto tu arrebol,/ en un día o en un sol;/ desde
el oriente al ocaso/ va tu hermosura en un paso,/ y en menos
tu perfección.”
El poeta vive al desnudo, y sabedor de lo efímero y misterioso
de la vida, de vez en vez trata de reírse de ella. ¿Lo logra? No
lo sabemos muy bien. Sí, que le brotan letrillas como está:
“Pues amarga es la verdad,/quiero echarla de la boca;/ y si
al alma su hiel toca,/ esconderla es necedad./ Sépase, pues
libertad/ ha engendrado en mí pereza/ la pobreza.”
Quevedo, cuando se lo propone, es cruel por lo descarnado,
como pocos, pero puesto a ser tierno también es único. Dual
es la criatura humana. ¿Quién que es, sinceramente, puede
ser de otra manera? Sabe, y muy bien, el poeta que “solamente
lo fugitivo permanece y dura”. Sabe eso y muchísimo más. Sabe,
tal como le confiesa a Inarda que: “Yo soy y no soy, y muero y
vivo”.
Francisco de Quevedo Villegas vivió en guerra y en paz con sus
contrarios, desde el 1580, en que naciera en Madrid, hasta
el 1645 en que, la “postrera sombra”, en Villanueva de los Infantes,
transformara su barro atormentado en polvo enamorado.
Contaba 65 años al morir.
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