El edificio del colegio nacional está frente a la casa de vecinos donde viven. Lo llaman popularmente el Hospitalito. Desde el interior, no consiguen ver su fachada lateral de piedra ostionera por las ventanas porque sus dos habitaciones, como las de casi todas las familias que habitan la planta baja del patio, son tan interiores que ni ventanas tienen. En sus muros solo se abren dos altos postigos que dan una luz corta e insuficiente. El sol, que reseca las hierbas que crecen en la argamasa del muro del colegio, apenas entra apenas algunas tardes por los postigos de la casa de Juan. Están tan altos en la pared que solo se abren y cierran usando toda la habilidad adquirida por la experiencia con una cuerda larga que pende de su cerrojo. Cuando la impericia o el afán párvulo rompen el cordel, la familia se queda huérfana de luz del día por una temporada.
No lo ven pero lo oyen. El edificio está vivo y grita. Las resonancias de las algaradas infantiles y el fragor de las reprimendas y los castigos se cuelan con frecuencia en el patio de la calle Ganao mientras Sole y sus vecinas lavan la ropa.
Es un viejo edificio de apariencia ruinosa, levantado en piedra siglos atrás. Permanece milagrosamente en pie. Las clases son inmensas, con unos techos altos dónde se pierden, entre otras cosas, las voces de las maestras, la letanía de los ríos y la infinita paciencia que se le supone al magisterio. En este hospital reconvertido en aulario, más dotado para el teatro que para la docencia, se guarda con mucho más voluntad docente que medios a la legión de niños, masculino plural no genérico, que pueblan el barrio alto. Niñas, femenino plural, van pocas. Los expedientes académicos son inexistentes o, si alguna vez se inician, se desvanecen entre las ruinas del colegio. Parece como si los robaran para construir sus nidos los cientos de colleras que habitan los agujereados tejados. Las palomas, grises, azules y negras, zurean como respuesta a la salmodia de la canción de los límites de España – “España limita al norte con el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separan de Francia,/ al este con el mar Mediterráneo,/ al sur con el mismo mar y el estrecho de Gibraltar,/ y al oeste con el océano Atlántico y Portugal” –o a la sintonía monocorde de las tablas de multiplicar. Escasos recursos metodológicos estos. Con el paso de los años seguirá habiendo quién los demande por necesarios o los aplique por adecuados. Nadie suele ir a este colegio más tiempo del necesario para aprender mínimamente a leer, a firmar y “las cuatro reglas”. A las niñas, en particular las mayores de cada familia, no se les permite ni eso.
Sole, cuarta hija de nueve hembras, tuvo suerte escasa. Fue algún tiempo al Colegio de la Pescadería. Le gustaba esa escuela, recuerda. Aprendió bien a leer, un poco menos a escribir y las cuentas, para el apaño. Formación escasa en todo lo demás como casi todas las niñas de la calle donde vivían. En su casa eran una legión de hermanas y había que cuidarlas. Su padre, Papa Juan, lo ganaba bien, siempre lo ganó, en largos turnos en el mar. A veces, armaba los barcos. Otras cobraba dos partes del zafe como patrón. En el mismo almacén que surtía a los barcos que capitaneaba su padre, le fiaban a su madre y en su casa nunca le faltó el arroz o los garbanzos. Pero su padre falleció pronto y tuvo que trabajar en los que le salía. Lloró con gran disgusto el día que ya no la dejaron ir más a la escuela para ir a servir o para hacer turnos en una fábrica de canastas que servía la industria vinatera local.
Conoció a Luis y tuvieron un noviazgo muy corto. Se casó con más de veinte años y bastante embarazada por más que lo niegue a sus mayorcitas. En cuanto parió dejó de ir habitualmente a la casa donde trabajaba de soltera. Desde entonces poner la comida en la mesa es una tarea mucho más difícil que la que tuvo su madre. Y además, viven de prestado en la enésima casa arrendada por la abuela María con quien la convivencia no siempre le resulta fácil. María decide hasta dónde se compran, más bien se fían, “los mandaos”,
Con toda la frecuencia que puede inventar, Sole sube a tender ropa en la vieja azotea de la casa. Le supone un rato agradable en el que puede descuidar a las niñas y no tiene que ver la cara agria a María. La abuela ya no tiene piernas para subir la empinada escalera y se queda abajo al cargo de la guardería. Sí María no está porque ha salido a cobrar su pensión o a visitar a algunas de sus muchas hijas, es la Tata Angelita, que vive casi puerta con puerta, la que se encarga de la vigilancia. La tata se compadece con frecuencia de Sole. Tiene mejor casa, más ingresos y menos bocas que alimentar aunque siempre tenga a alguien en acogida. Además la conoce desde que eran jóvenes, desde que vivía con mamá Manuela. Vio el cambio a peor que dio su vida, más o menos acomodada, a la muerte de su padre y el segundo cambio, mucho más dramático, que le sobrevino cuando se casó. Además, a la tata le encantan los niños pequeños, les canta y les hace fiestas a todas horas. Ella solo ha parido uno pero siempre tiene acogidos a uno o dos sobrinos. Así, por ejemplo, llegó Lucia al patio para amor y desgracia de Juan.
Al niño, cuando no está acompañando a la abuela, o en la miga o en el colegio, le gusta que su madre lo invite a subir con ella a la azotea. Allí puede ver de cerca a las palomas y en un poyete, entre otras plantas que resisten duras bajo el mucho sol y la poca lluvia, hay siempre un tiesto comunitario con yerbabuena. Cada vez que sube, Juan, arranca y trisca algunas hojas. Le encanta su sabor, el olor doméstico que dejan al tocarlas en las manos y en el aire. La yerbabuena huele a puchero y a patio. En ocasiones, le calma la eterna inquietud de tripas que le atormenta con frecuencia desde que el miedo le hizo cagarse en la clase de parvulitos.
Pero lo mejor de esas subidas salpicadas, es que Sole, mientras tiende la cabalgata de sábanas y gasas, canta sus coplas. Canta por Marifé, por la Piqué y otras copleras que Juan solo conoce de nombre. El niño se derrite escuchando “María de la O” o “El romance de la Reina Mercedes” a su madre. Sole no recuerda bien las letras pero ante su hijo no duda en reinventarlas. Los ojos de la mujer de la copla pueden estar “doraos”, en vez de morados por el sufrimiento, y la flor de las mejillas de la reina enferma pasa de “nardo” a “cardo” pero ni el niño lo percibe ni ella se achara. No canta ni bien ni mal. Pero Juan no lo sabe y escuchándola, se queda con la boca abierta y los dientes manchados de menta fresca. Y ella lo sabe. Le hace mucha gracia verlo así, “apamplao”. Por eso, algunas veces, lo busca por la casa y se lo lleva para arriba aunque le robe un poco de la intimidad que le concede la tata.
La azotea está formada, en realidad, por las cuatro o seis paredes que sobreviven a la ruina de dos antiguas habitaciones de la parte superior de la casa. Las palomas nuevas que se acolleran y no caben en los tejados del gran edificio cercano, hacen sus nidos en los agujeros de las primitivas vigas. Gracias al viento que acarrea semillas voladoras y a la lluvia y la luz que las germinan, en los nichos que quedan vacantes florecen dientes de león y otras malas hierbas - ¡que sabrán los brotes de maldades o bondades!- a la espera de que las desaloje el empuje demográfico de las aves vecinas. El suelo, en invierno, está tapizado por el musgo que nace entre las baldosas y se extiende en cuanto una temporada de lluvias deja intransitable el terrado. En las estaciones cálidas, el uso continuo de las vecinas y las subidas clandestinas, los juegos secretos de la “patulea” de criaturas que habitan el patio, terminan por hacer retrocedes al liquen a su escondite mínimo entre las veteranas losetas. En las paredes desconchadas y sin encalar desde hace muchos años se adivinan desastrados huecos de ventanas condenadas antiguas alacenas.
Ahora Sole tiende los pañales de la más pequeña mientras oye y tararea solidaria - “El Ebro nace en Fontibre, provincia de Santander; pasa por Logroño y Zaragoza y desemboca en Amposta , provincia de…”- la inacabable, hartible genealogía de los ríos españoles. Después repasará la lista de los cabos y los golfos que le llega a continuación desde la planta superior del Hospitalito. Son muchas las prendas blancas que acaba de remojar en añil, le ocupan muchas lecciones.
Pero ya tiene preocupaciones diferentes respecto a la escuela. No la echa de menos precisamente. O sí, la echa de menos pero ya tiene muchas cosas que reprocharle. Ya ha parido tres hembras, la que berrea abajo es la tercera, y puede que venga otra en camino. “Estoy de dos faltas” le ha confesado llorando a su madre cuando fue a pedirle “una ayudita” para acabar el mes. La tata del Bobo ha sido la primera en saberlo. La pilla arrancando pequeñas lascas de cal de la pared y llevándoselas a la boca. Carmen la vieja, hay otra Carmen en el patio, a la que los vecinos tildan de bruja, le había dicho cuando estaba de su tercera barriga, la del Juan, que era una buena fuente de calcio para la criatura que traía. “En cachitos pequeños. Las gallinas lo hacen y son más listas que mucha gente de este patio”, le había aconsejado la anciana. Sole, en realidad, había ido a su casa a pedirle cinco duros prestados para las latas de Pelargón que el segundo devoraba por consejo médico. Solo consiguió tres duros con amenazas graves si no cumplía con el plazo de devolución pero se llevó un mal consejo que se convertiría en un peligro para su salud pero que era también el augurio primero de sus barrigas. En cuanto se quedaba preñada, antes de notar darse cuenta ni notar ningún síntoma le sobrevenía la avidez por la cal. “¡Pamplinas, eso son las pamplinas y los misterios de la Vieja Cañuña! Te vas a envenenar si le haces caso. Tú lo que necesitas es comer, que no comes nada”, le reñía la tata quitándole las manos de la pared. Durante unos días, la tata, la única mujer rellenita en un patio de hembras más famélicas que entecas, se convertía en su angel de la guardia y le traía a escondidas “una tortillita liá”, “un filetito de ternera” o una rodajita del pescado que estuviera friendo. El aroma de la cocina siempre en marcha de la tata se colaba en todos los narices y ponía en marcha todos los estómagos encogidos del patio despertando envidias. Pero si la tata no se queda al lado de Sole mientras se come la tortilla francesa o el cachito de carne, si despista su guardia un rato, el regalo acabará en las tripas pedigüeñas de alguno de los menudos polluelos que siempre tiene a su alrededor. Y ella, cuando la tata no mire, seguirá picando la pared, barriga tras barriga.
Del colegio de Las Siervas, a la madre de Juan, le angustia sobre todo el gasto que significan los uniformes, los libros, el calzado, etcétera, para mantener a tantísima niña en la escuela, a pesar de que todo se recicla una y otra vez. Los dobladillos de los uniformes suben y bajan con el ritmo desigual y frenético de los crecimientos y las herencias; las tirantas y las sisas de los petos se cosen y descosen hasta que se deshacen de puro uso. Solo la habilidad que la veteranía concede a la aguja de la abuela María obra el milagro restaurador. Fueron tres cuartos de siglo de “lavandera y costurera de pobres” para resistir la proscripción que le impusieron años atrás por ser matriarca de familia roja. Ahora apenas cose para algún cliente antiguo y lo de su gente. No es poco y su vista tampoco alcanza para mucho más dispendio. Los zapatos, por unas pocas perras, se remiendan y reparan de suela y puntera en el remendón de la esquina de la calle Meleros. A pesar de los esfuerzos de zapatero borrachín, los dedos terminan por escapar. Los agujeros son cómplices con los de los calcetines. Estos, también son zurcidos una y otra vez como parte de la omnipresente práctica curricular femenina de las niñas de este y otros colegios de parecida misión. Los pocos libros que se pueden adquirir, casi siempre de segunda o tercera mano, se forran mil veces, se reencuadernan y se restauran con mimo hasta que se rinden agostados.
Las preocupaciones actuales de Sole tienen etiqueta y precio. La religiosidad, aunque sea una buena creyente por tradición y vaya a misa y hasta comulgue cuando puede, le inquieta menos. Y el currículo no le preocupa. Al fin y al cabo solo son niñas. Como ella ¿Para qué querrían ellas saber dónde nace el Ebro si, como ella misma, nunca van a ir a acompañar su parto?
JUAN LUIS RINCÓN ARES
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