martes, 1 de diciembre de 2020

NUESTROS JIBAROS


(Fragmento del artículo de 1922 Nuestros Jíbaros) 

     Al tratar yo sobre los jíbaros lo habría de ser en romántico, poniéndome antes unos espejuelos color rosa para cantar entusiásticamente sus costumbres sencillas, su tiple, sus décimas, sus amores, sus tradiciones, su bohío encaramado como un ave en lo alto de una loma, etcétera, etcétera, o, en vez de calzarme los espejuelos rosa, me habría de frotar bien los ojos para tener de ellos, de nuestros jíbaros, la visión menos romántica, la más realista, y así dar de ellos la impresión que más nítidamente les presente.

     Yo arrojé hace tiempo lejos de mí los románticos espejuelos color rosa. Yo creo, precisamente, que no hay plaga humana comparable en sus estragos, en su labor perenne de destrucción, deformación o adulteración, que la actitud romántica. Eso que llaman idealización de las cosas para no verlas en su verdadero aspecto es la superchería más odiosa y nociva que es posible concebir. Hace más daño un romántico, con su sistemático afán de fingir que la realidad es de esta manera o la otra, que una docena de asesinos, ladrones e incendiarios sueltos por el mundo. Porque estos producen el caso particular de muerte, de robo, de incendio, mientras que aquél, el romántico, como tiene respetabilidad y halaga dulzarronamente nuestros instintos vanidosos, esparce en torno de sí una influencia social que contamina con su ceguera a generaciones enteras.

     De ahí que me fuera imposible escribir una sola línea en romántico acerca del jíbaro sin sublevar mi conciencia con la clara noción de la perpetuación de un inmundo delito. Idealizar el jíbaro, transfigurarle, ponerle tan lejos de sí que a tal distancia el cuadro de su vida se nos aparezca plácido y bello como el de una égloga, es una forma de insensibilidad tan cruel, que ni por todo el oro del mundo me resolvería yo siquiera a intentarlo. Pase que uno pellizque un poco su imaginación y la caldee y soliviante hasta el punto de atribuirle encantos y seducciones a lo que está lejos y uno no conoce, pero ser capaz de cerrar voluntariamente los ojos ante lo que está delante de uno, retorcido de dolor o empalidecido de agonía, ser capaz de fingir entusiasmo y cantar ante el harapo y la mugre y la llaga, significa una callosidad tan monumental, bien en la inteligencia, bien en las fibras sensibles, que sólo siendo un verdadero monstruo se puede intentar tamaña empresa.

     No, ¡vive Dios!, yo no me siento con fuerza para trazar de un modo romántico y acaramelado la trágica silueta del jíbaro. ¡El jíbaro!... Si hay algo en nuestra tierra que revele en nosotros, la clase directora, un estado de depravación moral rayano en la criminalidad, o un estado de indiferencia y apatía rayano en la imbecilidad, ese algo es nuestro jíbaro, ese ser macilento y escuálido y horrible que puebla nuestros campos.

     Nuestro jíbaro no se parece al campesino de ningún otro lugar. En todas partes el labriego es pobre, rudo, ignorante, infeliz, como último peldaño que es de esta monstruosa escala social que pone abajo a los que producen y arriba, muy arriba, a los que sólo sirven para consumir. En todas partes el labriego constituye un reproche sangriento contra la sociedad que, después de sustentarse de su sudor, le abandona a su suerte y le desprecia como vil alimaña. Pero aquí en Puerto Rico el espectáculo es más cruel que en ningún otro país que yo conozca.

     Id al campo en cualquier país de Europa o América y hallaréis que alguna vez hay una tregua en la sórdida brega, que alguna vez la pobre y ruda bestia de trabajo se pone unos trapos llamativos y el acento de una bandurria o guitarra, o mandolina, denota jubiloso en sus oídos, y las mozas y los mozos tienen su hora de inocente algazara en que el baile y la copa y la zambra les proporcionan un relámpago de goce y de olvido.

     Pero id al campo nuestro, cruzad nuestra inefable campiña de Norte a Sur y de Este a Oeste, y no hallaréis jamás nada que os cuente que la bestia infeliz que nos sustenta con sus brazos ha salido un instante de ese ritmo carcelario de trabajo y de sueño que aprisiona su vida. No oiréis la copla rústica, y si la oís será fea, monótona, entrecortada y siniestra como un hipo de moribundo, ni veréis colorines en las ropas, ni el viejo marrullero y jovial os soltará una chanzoneta, ni las mozas y los mozos entregarán sus cuerpos a la lúbrica embriaguez de un tango, de una jota, de un tamborito, de una rumba.

     No, no encontraréis más que el mismo lúgubre, espantoso cuadro de miseria, de mugre, de extenuación, de muerte. Por todas partes hombres lívidos, escuálidos, borrosos, espectrales, os saldrán al paso y en voz apagada y sonambúlica os contestarán. Por todas partes niños del vientre inflado, sin color ni alegría, os darán la horrenda sensación de una infancia deforme, de una infancia decrépita, en cuya tierna carne se ceban implacables la anemia, el paludismo, la tuberculosis. Por todas partes el bohío...

     Pero, ¿habéis mirado de cerca un bohío? ¿Habéis visto nada más miserable, que acuse un mayor desamparo, que el bohío? Paja, caña, cajones, desperdicios de todas suertes entraron en su composición, y dentro, una familia de tres, de cuatro, de diez seres humanos, en un hacinamiento de sabandijas, cumplen bajo el azul de los cielos su rito misterioso y augusto del diario vivir.

     En tanto nosotros, pasa que te pasa, por frente al bohío, pasa que te pasa en el diario trajín, sin que nada nos grite desde lo recóndito de nuestra conciencia que aquel horror humano es obra nuestra, cosa nuestra, maldad o insensibilidad o imbecilidad nuestra que nos permite ir y venir en paz sin que sintamos el lazo de solidaridad que nos hace prolongación y culminación de aquel pudridero de hombres y de niños.

Publicado en el blog nemesiorcanales

Compartido por Osvaldo Rivera

No hay comentarios:

Publicar un comentario