Se durmió con el libro entre las manos.
Sintió el frío cañón de la pistola en la nuca. Lo había encontrado. Sabía que no tenía escapatoria. Le ataron las manos. Le vendaron los ojos. Lo introdujeron en un coche. Intuyó que el trayecto fue largo. Lo bajaron. A unos metros subieron unos escalones, abrieron una puerta, luego otra, lo empujaron y cerraron la puerta. Perdió la noción del tiempo sentado en el suelo, frío como el mármol.
Ruido de cerrojos. Unos brazos lo levantaron del suelo. Le empujaron. Se abrió una puerta. Lo sentaron en una silla. Tardó unos minutos en ver donde estaba. Frente a él vio a dos blancos encapuchados. El de la izquierda le preguntó por el maletín de los tres millones. Negó saber nada de un maletín. El de la derecha se levantó. Se acercó. Le dio un fuerte golpe en la cara. Le volvió a preguntar por el maletín. Dijo que lo había escondido en el doble fondo del armario de su casa.
Unas horas después fue abandonado en un descampado en las afueras de la ciudad con las manos desatadas. Se quitó la venda de los ojos y vio un coche negro que se alejaba a gran velocidad.
Empezó a caminar. A la puesta de sol llegó a su casa. Estaba todo revuelto. Ropas, papeles, libros, por el suelo. El sofá rajado. El armario destrozado. La cama deshecha y el colchón roto a navajazos. Se esmeraron en la búsqueda. Registraron todos los rincones. Para hacer más daño rompieron hasta espejos y cristales de las ventanas.
El timbre de la puerta lo despertó.
JOSÉ LUIS RUBIO
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