Lejos, muy lejos, se extiende ese paraje virgen y a un tiempo inhóspito, gélida tierra de nevadas montañas, donde árboles encanecidos soportan los rigores de un clima helado; sus ramas se agitan por la fuerza de los fríos vientos que los azotan, frígidas lluvias que con frecuencia se precipitan desde un cielo que ansía los rayos de un sol que en este paisaje se muestra más benigno, menos orgulloso y tiránico que de costumbre; de un sol que despierta perezoso y rezongante sólo durante unas pocas horas, antes de retirarse nuevamente, vencido por las tinieblas lugareñas.
Es la estepa siberiana, paraje adverso que fue la ruina de tan bravos hombres, de aquéllos que en sus arrogantes ansias de conquista y en su ilimitada codicia avanzaron, cegados por la vanidad y por el egoísmo, sedientos de sangre y avaros de honores, creyéndose dioses inmortales, seres elegidos para apoderarse del orbe entero. No supieron calcular los accidentes del terreno, la trampa mortal que les tendieron los elementos, que se convirtieron en la trampa mortal de sus gallardas huestes y de ellos mismos. También fue zona de destierro para miles de inocentes, para honorables ciudadanos que se opusieron a las atrocidades de un gobierno tiránico, a las injusticias de una dictadura q reprimía las protestas con bayonetas y manchaba las calles con la sangre de los manifestantes y teñía de rojo las aceras. Cadáveres aplastados por la guardia a caballo, ese noble animal, empleado para tan execrable crimen. Quienes desde la distancia vieron semejantes aberraciones y alzaron con indignación la pluma contra tales asesinatos fueron silenciados con el exilio a las tierras nórdicas, donde cargarían nuevamente sus tintas, ahora para dar testimonio del calvario que les tocó vivir en unas condiciones inhumanas de hacinamiento, con esas temperaturas tan ariscas.
Sin embargo, a pesar de ser una tierra tan hostil, o quizá precisamente por serlo, por esa naturaleza salvaje e indómita, por toda la historia atesorada, historia de gran valor para la humanidad: por ese clima tan gélido que ha alimentado algunas de las mentes más brillantes de la literatura, aún impregnándolas de nostalgia y de dolor, lanzándolas a una vida convulsa y desasosegada, la estepa siberiana goza de mi mayor admiración.
Caigo presa de la duda, y me pregunto cómo habría sido vivir en medio del s. XIX en ese inmenso país, una isla dentro del Viejo Continente, gigante con pies de barro, con estructuras de gobierno ancladas en el régimen feudal, con una sociedad que paulatinamente abría los ojos y perdía el miedo a la represión; que cada vez protestaba más enérgicamente y se unía para luchar por el cambio. Costó mucho tiempo y muchas vidas. Un pueblo que resurgía y se levantaba con el grito de la libertad.
JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ
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