Cuando estás en el dique seco siempre se le ocurre a alguien hacerte un encargo de esos sin sentido, de esos que hacen que te duela la cabeza y sigan tan vacíos tus bolsillos como antes del encargo. Bueno, pues algo así me pasó a mí el día en que uno de mis amigos (Lorenzo, uno de esos que viven bien y dan poco palo al agua) me convenció, alegando que todo era por el bien común y que me serviría de entretenimiento, que buscara a un antiguo conocido al que apodábamos "El Tuerto", un cenizo con capacidad a distancia. Sí que es verdad que en los últimos tiempos nos habían ocurrido cosas desagradables, multitud de desgracias fortuitas, de más grandes a más pequeñas, que habían afectado al entorno de los seis o siete amigos que más asiduamente nos veíamos.
Hacía muchos años que no sabía nada de "El Tuerto", ni siquiera recordaba su nombre y mucho menos sus apellidos, por tanto recurrí a la virtualidad de Internet para tener alguna ligera idea de por dónde empezar a buscar.
Tras horas de búsqueda infructuosa, di con algo que me llamó más la atención que fundamento tenía. Rezaba así: "Don Alonso Quijano, desfacedor de entuertos". Que nadie me pregunte por qué aquello me sirvió de pesquisa, puede que el sopor del aburrimiento, acaso una humorada, el caso es que estaba desesperado y vi cómo la luz de la pantalla del monitor me hacia un guiño. Soy de naturaleza impulsiva, hedonista también, cuando se trata de hallar soluciones que me evadan de la cavilación, con lo que la pista hallada ni sopesé, ni valoré, simplemente la tomé por las solapas y me la coloqué en la frente.
La Colonia del Viso tenía una vehemente atmósfera de decadencia burguesa. Sus chalets ajardinados se mostraban oscuros, metidos en alcohol, sin la cosmética adecuada para taponar arrugas.
No tardé en dar con la calle y el número que buscaba; en la red no figuraba teléfono ni correo electrónico que se suponían necesarios para concertar una cita. El chalet, desde cuarenta o cincuenta metros, no era diferente al resto, sin embargo en la cercanía variaba. El jardín era un revoltijo de cachivaches en donde la mala hierba había tejido un sinfín de tentáculos. Un seiscientos oxidado sin lunas, el costillar de un asno o un caballo, pedazos de armaduras medievales, varias lanzas rotas, multitud de libros semienterrado, y hojas de esos libros, o de otros, quién podía saberlo, revoloteando al antojo del viento. El paisaje era desalentador sin duda, pero ya que estaba allí, y sin nada que hacer que no fuera eso, me encaminé con decisión hacia la puerta de entrada. La ociosidad mueve montañas y a mí, aquel día, me movió los pies, que no la cabeza.
Llamé dos veces con los nudillos, pues el timbre estaba tan mudo como Harpo Marx. Me fijé en que sobre la barandilla de entrada, a guisa de tiesto, sujeto con un roñoso alambre, había una antiquísima bacía de barbero en la que algún día pudo germinar algo. Repetí mi acción dos o tres veces más y, cuando ya me iba desalentado, escuché el rechinar de unos goznes a mis espaldas.
- Buenos días, señor. ¿Le puedo ayudar en algo? Me llamo Tinín y estoy al servicio del señor Quijano.
Era un hombre bajito y gordo, con la marca de una barba cerrada de varios días pintada en una cara bonachona, que trataba de sonreírme dentro de una mueca somnolienta.
Le informé del motivo de mi visita.
- ¡Por la gracia de Dios, un cliente! El señor Quijano no se lo va a creer. Pero pase, pase, por favor.
Vestía un pantalón de chandal de oscuridad indefinida y una camiseta "Puma" moteada con todo tipo de manchas. Precediéndome, caminaba arrastrando los pies como si el peso de su cuerpo fuese un lastre insufrible.
El interior de la casa era una densa oscuridad que olía a rancio. La tarima del suelo se quejaba lastimosamente al ritmo de nuestros pasos.
- Siéntese, por favor. Avisaré al señor Quijano al punto.
Me dejó en lo que parecía un despacho: cientos de libros sujetaban las paredes dentro de la estructura de una librería de suelo a techo. La escasa luz que se filtraba por la persiana iba dando pistas concretas a mis pupilas sobre mi entorno. Frente a mí había una silla arrimada a una mesa, inundada por un maremágnum de antiguos pergaminos y libros gruesos, muchos de ellos con la mitad de la encuadernación o sin ella. Me aventuré a levantarme para acercarme a los lomos de los libros que tapizaban la estancia. Aquellos cientos de volúmenes, en realidad sólo eran dos: "Amadis de Gaula" y "Tiránt lo Blanc"; luego se repetían, una y otra vez, hasta formar aquella biblioteca bicéfala.
- ¿Puedo ayudar en algo a vuesa merced?...
(continuará)
MANUEL JESÚS GONZÁLEZ CARRASCO -Madrid-
Publicado en el periódico Pontevedra Viva
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