Ya hacía tiempo que no había subido al desván. Su hermana Carmen lo odiaba. Allí guardaba muchas cosas de unos años que no la hicieron feliz.
Aquella mañana subió ella para buscar un traje que hacía años que había pasado de moda.
No se acordaba de la última vez que se lo puso. Apartando cajas de cartón, todas repletas de cosas olvidadas y pasadas, se quedó mirando a un baúl viejo.
Era de su abuela materna Rosario que ya apenas se acordaba de ella. Habían pasado setenta años de su muerte. Ella tenía diez años cuando murió. Su hermana Carmen quince.
Tanto ella como su hermana se habían quedado solteras.
El baúl guardaba todo un tiempo pasado. Cosas de cuando ella tenía veinte años y también cosas de su hermana. Un montón de cartas de un novio que tuvo que lo quiso más que a su propia vida y la dejó por otra mujer. Ella cerró puertas y postigos. Su vida se la entregó a Dios haciendo el bien y ayudando al prójimo. De ella también había cartas. Ay si hablara el baúl. Se podría escribir una novela.
Muy doblado estaba el traje que andaba buscando. Parecía que no había pasado el tiempo por él. Se lo probó. Le estaba un poquito estrecho. Pensó: tiene arreglo. Se lo quitó y lo metió en un plástico para llevárselo. Al poner las cosas bien en el baúl, sus dedos tropezaron con el marco de una foto que hacía mucho tiempo había guardado en el baúl. Sus ojos se llenaron de lágrimas. No pudo contener el llanto. Isabela cerró el baúl y juró no subir más al desván para no ver aquel maldito baúl.
ANTONIO BASALLOTE LOBÓN
YO TENÍA UN BAÚL
En la casa vieja, aquella de mi abuela, tenía yo un baúl casi centenario. De poca calidad, más bien feucho, y apartado en un rincón. Nadie le echaba cuenta, pobrecito. Aparte de feo, no se usaba. Estaba vacío. Creo que a mis padres y hermanos les recordaba la posguerra, los tiempos del hambre, los años grises del franquismo… en suma estaba marginado.
En una ocasión, lo abrí, saqué los trozos rotos de papel que lo habitaban, y lo puse al sol, en la azotea. Algo de su olor rancio se lo llevó el aire fresco. Ahí ya ganó algo. Después, lo usé para guardar libros, discos, cartulinas y lápices de colores. Quise sacarle provecho a un mueble que fue usado por mis abuelos y mis tíos. Un objeto que, a pesar de ser feo y no muy resistente, tenía historias guardadas.
Pero esta historia no estaría completa sin algún ratón hambriento. Un baúl tan viejo tiene compañeros de viaje. La sorpresa no me fue nada agradable: los animalitos habían roído algunos de mis libros, algunas de las bolsas de plástico donde protegía mis discos de vinilo. ¿Qué hacer? No me gusta matar animales, pero lo que se puede considerar como una pequeña plaga, es otra cosa. Tras pensarlo mucho, decidí recurrir al veneno.
Cambié los libros y discos a un mueble. Volví a dejar vacío el baúl. Puse la comida envenenada. Más soledad para un mueble de por sí solitario. Creo que, en aquel momento, lo condené al olvido absoluto.
Años después, tras la muerte de mi madre, empecé a tirar chismes viejos y muebles apolillados. El baúl se salvó, sí, pero sólo porque una vecina se encaprichó en llevárselo. Una de las pocas coleccionistas de antigüedades baratas que quedan. Lo regalé rápido, sin pensar. Le di varios años más de vida al pobre baúl.
Pero añoro un poco el sabor de “soberao” que tenía. Recuerdos de la casa de mi abuela, de sus mantas oscuras, de revistas de los años 50, de estampitas vulgares, de olores rancios, beatería torpe y viejas chismosas. También de los juegos de mi infancia.
Ese baúl también guardaba vivencia de aquellos años. Era un diario sin palabras, un coleccionista de momentos sin imágenes grabadas, un trozo de mi historia personal. ¿Un amigo?
DIEGO ORTEGA NÚÑEZ
BAÚL
Hay baúles llenos de tesoros.
Baúles de sábanas almidonadas.
Hay baúles de recuerdos olvidados.
Baúles de libros polvorientos.
Hay miles de baúles pero en el
mío solo guardo ilusiones.
Esas que un día llenaron mi
corazón de alegrías y esperanzas.
Esas por las que cada día me
levanto de la cama.
Esas ilusiones que me han hecho
volar en nubes de algodón.
Esas que cuando estoy contigo
se detiene hasta el reloj.
Esas son la que guardo en
mi baúl, las esencias de nuestro
amor.
CARMEN PÉREZ MARTELL
EL BAÚL
Buscando en el baúl de los
recuerdos, me he encontrado a
mi muñeca de trapo,
con sus trenzas rubias
que fue la ilusión de mi pasado.
Con ella jugaba
todas las horas del día,
y de pétalos de rosas
un vestido yo le hacía.
Le cantaba un nana para dormirla,
en una caja de cartón
con cuidado la mecía.
En noches de temporales
cuando el viento y la lluvia gemían,
yo la acostaba en mi cama
para quedarme dormida.
Al ir pasando los años,
en el fondo del baúl
con pena la fui olvidando.
Ahora son otros mis sueños,
de niña adolescente,
las fantasías volaban
sobre los pinares verdes.
En la vida creo que todos
tenemos un baúl de recuerdos,
como un tesoro guardamos
una carta, un pañuelo,
una rosa marchita
o un clavel de terciopelo.
LOLI BRENES RODRÍGUEZ
EL BAÚL
El primer uso que se le dio a aquel enorme baúl de color café con leche con refuerzos metálicos fue el de guardar y transportar el ajuar de la ilusionada novia desde la casa que había compartido con sus padres y cuatro hermanos a la nueva morada que iba a ser la suya y la de su futuro esposo en pocos días y deseaba que para siempre. El ajuar era completo, con todas aquellas sábanas las mayoría de ellas del hilo más fino, que había ido bordando desde su niñez, las más de las veces a la luz de temblorosas bujías y aún arcaicos candiles de aceite, toallas del más suave y absorbente algodón egipcio, paños de cocina marcados con punto de cruz, así como las toallas y aquellas mantelerías, blanco impoluto la mayoría, de material adamascado, lino y rafias con dibujos bordados de filtiré, festones y bodoques, bordeados con encajes de bolillo, tejidos por ella y su madre para servirle durante toda su vida matrimonial. Ese ajuar fue la admiración de propios y extraños, como sus amigas que lo elogiaban no sin cierta envidia.
Al transcurrir de los años el baúl con la pátina que da el tiempo, del marrón claro se convirtió en castaño obscuro y sirvió para guardar los más diversos objetos y enseres, pero siempre resultó ser para mí y mis dos hermanos el baúl de las maravillas de donde salía desde una cinta de raso rojo hasta un mantón de Manila o un sombrero de paja moda años veinte.
Allí estaba, en su rincón, el que le había acogido tantas décadas y al salir para empezar mi vida de casada me volví, le miré y su imagen y los ya rancios cachivaches de su interior me han seguido toda mi vida, arropándome su recuerdo con cálida nostalgia del hogar paterno.
EL BAÚL
En la casa del pueblo, ahora poco visitada
en un rincón del desván, hay un viejo baúl
que para guardar ropas y objetos del pasado
quizá por olvido alguien ha dejado.
En su interior reposan restos de ajuares,
vestidos que tuvieron días mejores
como ese ajado vestido de tul
ya descolorido, violeta su color
que trae recuerdos de bailes
llenos de amor y dolor.
Absurdos e inútiles cachivaches de todo tipo
que ya nadie necesita, olvidados en el tiempo.
Retazos y jirones del ayer que al abrirlo
la memoria nos trae sutilmente
con cada prenda y objeto
sus cálidos aromas desvaídos
aromas que impregnaron momentos
a veces felices, a veces desgraciados
pero siempre necesarios.
Sucesos que se graban
que el alma los guarda,
donde quedan sellados, indelebles.
Se me da por compararlos,
¡qué pretensión!
¿Comparar el alma con un baúl?
Pierde el viejo baúl,
lleno de objetos obsoletos…
como el vestido de tul.
El alma sin embargo
cuanto más vieja, más nueva
pues todo lo que guarda
lo de antes, lo de ahora, la renueva.
CONCHA GOROSTIZA DAPENA
SOBRE EL BÁUL
Una palabra
puede despertar
memorias dormidas
durante muchos años.
Recuerdos, frecuentemente tristes,
dan un paseo del pasado
como si los años
no hubieran existido.
Está como está,
después de una lluvia torrencial
se abre una puerta
y sale corriendo
el agua de los pensamientos
como si fuera nuevo.
La palabra para mí…
era “baúl”.
EL BAÚL
Cuando fui a la universidad por primera vez, fue conmigo un baúl antiguo de mi tía, que era misionera en China durante los años veinte. Recuerdo bien ese baúl, era verde, con protectores de madera, y direcciones de China y Hong Kong, para mí, una cosa exótica.
Llegué a la universidad con el baúl, llena de esperanzas, sueños, miedos, emociones y cosas prosaicas, ropas, libros, música y comida. En los años siguientes, viajó el baúl en tren conmigo seis veces cada año entre la ciudad y mi pueblo en las montañas de Gales, cada vez más sacudido, más sucio, más viejo.
Sigue mi trabajo en otros sitios, siempre situado en rincones de los tristes dormitorios alquilados, lleno de papeles, de mis escritos, mis composiciones, cartas de amor de novios olvidados, agendas secretos, programas de conciertos, una vida de papel muy personal.
Matrimonio. Una vida de amor, pañuelos, estrés, aburrimiento, y el baúl situado en el desván de mi madre, con ella en el hospital, muriendo. Fui a visitarla una noche y, cuando volví, triste, encontré a mi marido con el baúl abierto, en el suelo del salón.
Le dije muy poco, pero me sentí violada y al día siguiente quemé todos los papeles del baúl y lo puse en un camión de basura. No he pensado más en el baúl hasta que…
ANNE SAMPSON
EL BAÚL
Siempre he querido tener un baúl. En mi casa nunca lo recuerdo. Quizás porque mi familia por diversas, causa siempre hemos ido de una parte a otra.
Cuando se terminó la guerra civil me mandaron a casa de los tíos en Lugo, era la casa de los abuelos que ya no existían. Acostumbrada al piso de Madrid me llamó la atención la casa de tres pisos y desván.
Allí en ese desván estaba ese baúl que tanto me gustaba. ¡Qué disgusto! Estaba cerrado con un candado que mi tía nunca me dejó abrir. Acerqué el baúl con grandes esfuerzos hasta la ventana y me sentaba encima a leer los libros del abuelo de una vieja estantería, que allí había. De ese modo se pasaba el tiempo y cuando me cansaba de leer, abría el baúl sacaba y me ponía los vestidos de las abuelas luciéndome por los salones más lujosos de la capital. De ese ensueño me sacaba la vieja ama, que crió a mi tía, que subía con frecuencia a dar de comer a las gallinas, que en otra parte del desván vivían en una jaula.
En ese desván y con ese baúl pasé muy buenos ratos, que siempre, siempre, recodaré.
PILAR SÁNCHEZ BARCIA
EN EL BAÚL
En la vieja cabaña
hay una habitación cerrada
y en la habitación cerrada
un baúl de madera
y en el baúl de madera
unos cuadernos amarillentos
unas hojas secas
y bajo las hojas secas
unos poemas escritos
un atardecer de otoño
en un banco del jardín
por un poeta enamorado
cuando se fue su amada
en su caballo negro
el poeta escribió unos versos
que guardó en el baúl
de la habitación cerrada.
JOSÉ LUIS RUBIO
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