Niño solitario que desmenuzaba
soliloquios a un fantasma de siestas
espesas y en vela, musitando silente
preguntas y respuestas al imaginario
del adulto que no sería y presagiaba
en aquel cuarto estival sin ventanas.
Aparecían Jim West, El túnel del tiempo,
Viaje al fondo del mar, Perdidos en el espacio
y el señor Spock enarcando las cejas,
desalojándome de sigilos en el patio,
aquel claustro infinito y libérrimo
donde vociferaba mis miedos sudoroso,
chutando un balón garbancero en una chapa,
jurando oficios bajo la ropa tendida,
o escurriendo amores por una rendija
entre un oído y mis labios, funámbulo
entre el secreto y la mordaz certeza.
Corría, corría, corría de mí, ingenuo,
junto a mi hermana, yo al pico de la terraza
(mi rostro divisando el alto de la cuesta),
esperando a mi madre y a ella, acodado
a la inmediatez del cuartito abuhardillado,
a su olor a óleo, a su sibilino fondo,
a la partícula que expandía tantos juegos
filtrándose por la ojillos taladrados de la puerta.
Temía al pantalón largo como al frío
que encarnaba mis canillas demoliéndolas
bajo el vello, arborizándolas pretéritas
tras un relieve, cada vez más crujiente,
que se hinchaba desconocido a mis espaldas.
Soñaba en invierno con tórridos veranos
y en verano con glaciales pesándome en las orejas;
tenía los ojos cristalinos, sin varices,
y la barriga plana, sin redondear sus bordes.
MANUEL JESÚS GONZÁLEZ CARRASCO
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Hace 20 horas
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