Era un genio. Realmente un genio.
Tenía un CI de más de 250. Desde niño había sido sometido a innumerables tests y experimentos por quienes trataban de comprender su genialidad. Ya de mayor, con varios doctorados en su haber, él mismo se estudió con la esperanza de descifrar sus secretos y encontrar la forma de develarlos para transferírselos a otros, para bien de la Humanidad. Armó un equipo de trabajo extraordinario, para lo cual buscó en todo el mundo a los mejores en más de cien disciplinas, quienes trabajaron bajo sus órdenes durante mucho tiempo.
Diseñó una operación de cerebro tan difícil que sólo él era capaz de llevarla a cabo. Pero como el cerebro a estudiar era el suyo, pasó años preparando a sus técnicos y ayudantes para realizarla.
Experimentaron con animales y con personas para aprehender y perfeccionar técnicas absolutamente revolucionarias, tanto que cada una de ellas por sí sola le hubiera bastado al buen Doctor para ganar, como menos, el Nobel. De hecho, recibió este premio en cinco oportunidades.
Por supuesto, en sus investigaciones cometió errores y murieron pacientes, como siempre ocurre. Esto fue por el bien mayor de la ciencia.
Pensó y repensó miles de veces las diferentes eventualidades que podían presentarse. Los datos a obtener eran de una complejidad tal, que sólo él, al despertar, podría descifrarlos.
Cuando cumplió sesenta y ocho años, la operación, por fin, tuvo lugar. Intervinieron doce equipos de médicos. Demoraron veintiocho horas. Debieron pasar tres días hasta que despertara. Sus discípulos se consumían esperando el momento en que el Maestro reaccionase y, por fin, pudiese culminar el trabajo de toda una vida.
Se despertó. Abrió los ojos y miro a su alrededor. Con su voz profunda, pronunció sus primeras palabras luego de la última operación de cerebro:
—Nene quede pis
Daniel Frini
Publicado en la revistas Ficciones Argentinas
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Hace 20 horas
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