Sobre el suelo, la estatua
sin pedestal de un niño, mansamente posada,
parecía dormir, ajena al tiempo
y a la humedad que hendía su humor en las baldosas.
Potos, yedras, bejucos, una selva
de enredaderas, tibio cortinaje
sobre el mármol tupían, y el chiquillo,
yacente, mutilado, desdeñoso
de todos los objetos (la consola,
el reloj de pared, la mesa de cristal
y un perro de escayola con su ladrido mudo),
altivo sonreía.
Añoraba, tal vez, los días felices
de su infancia en Baelo, viendo llegar los barcos.
Reliquia, ahora, entre las aspidistras,
era una pieza hermosa,
el más bello ornamento de la estancia.
Su perfección antigua, ya aterida
en alguna necrópolis remota,
ponía fecha y nombre a la inmortalidad.
Del libro La sombra del celindo de
Domingo F. Faílde -Linares-
Publicado en La Biblioteca
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