Una noche mis uñas crecieron de una forma desmesurada. Me avergoncé frente a esa señal de primitivismo y decidí cortarlas. Sin embargo, a medida que iban cayendo en el lavabo, comenzó a ganarme una tristeza mineral. Había algo injusto en ese ritual de aseo; una especie de profanación, tal como si se arrancaran las ramas de un árbol centenario.
Al siguiente amanecer volvieron a presentarse tan largas como la jornada anterior. Pero esta vez decidí que ellas prosiguieran su curso. La situación no era en sí tan problemática: no trabajo; las rentas que me llegan de antiguos negocios familiares colman mis expectativas. Enviudé hace años. Soy solo.
Gradualmente fueron incrementando su longitud; llegaron a ramificarse de un modo impensado. Lo que para muchos era algo repugnante, a mí me daba una desacostumbrada sensación de placer.
No eran las mías uñas profanadas por la suciedad del mundo. Crecían poderosas, blancas, como el nácar de antiguas formas geológicas.
Hay días en que creo advertir en su desarrollo las formas cambiantes de un friso hindú.
Poco a poco me he ido cubriendo de mí mismo. Tengo un solo temor. El índice izquierdo, insubordinado, ha generado una formación demasiado filosa que, tras un largo rodeo por toda la casa, ahora apunta a mi cuello.
Tal como está la situación, es imposible que busque unas tijeras. Pero aunque las tuviera a mano, tampoco me animaría a cercenar una obra que orilla entre lo barroco y lo atroz.
Ya no espero piedad, sino que esa uña obre con rapidez.
Cristian Mitelman -Argentina-
Publicado en la revista Ficciones Argentinas
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