lunes, 25 de marzo de 2013

PASOS EN LA NIEBLA


        La muerte nos espera y, mientras tanto, la niebla. Esa espesa corteza de invisibilidad que no nos deja ver, ni tan siquiera, nuestros pasos. Tal sea esa la muestra decible de lo que significa el olvido. No es corpóreo este velo pero nos rodea y ciega. Dylan Thomas, el poeta norteamericano que liquidó su existencia en un interminable trago, olvidó vivir. Años más tarde, el actor Richard Burton era enterrado con un volumen que contenía la poesía completa de aquél. El mortal desenlace amparado en la eterna poesía. Designio lírico para, si acaso, dejar en el último hálito la expresión de inconformismo y resistencia, “Y no impondrá la muerte su dominio”.
El olvido esta aquí. Contradictoriamente más presente que nunca. La disminución de los fondos económicos destinados a la dependencia es de tal calibre, que no deja lugar a duda. El olvido principia por el vacío. Y vacío es lo que el eufemismo gubernamental define como ajuste presupuestario. Es el abismo de la nada para las familias de las 800.000 personas enfermas de Alzheimer que se obstinan en no olvidar. Defendiendo la memoria como frágil hilván que evite la desconexión total con el ser querido. Cuidando los casi etéreos vínculos que progresivamente se truncan. Miradas que no saben, que no encuentran...
En Los nadadores el vacío existencial se modula dentro de una piscina. Joaquín Pérez Azaustre nos hace zambullir dentro de nosotros mismos. El cansancio y la inseguridad vital flotan a la deriva. Pero en el líquido elemento, su protagonista, Jonás, se siente como pez en el agua. Allí, entre otros nadadores, la desolación, el desamparo y la angustia quedan relegados fuera del agua. Los cuidadores sin cuidados y sin recursos, aparecen como las pinturas de Hopper, circunscritos al vacío, al olvido, sin agua sobre la que deslizarse. O como señala la poetisa, Olvido García Valdés, en su obra Lo solo animal, “El agua es algo de lo que no sé...”  No se sabe. Se desconoce hasta dónde llegará esta inmisericorde apuesta nihilista que no cree en nada, porque no hay nada en qué creer. Los cuidadores y enfermos condenados a una isla desierta. Cada familia se convierte en un pequeño e ignoto islote en la inmensidad oceánica.
La idiocia, vanidad, desahogo y presuntuosidad parecen perseguirnos como Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez. La cuarta cabalgadura del Estado –Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial- se despachaba hace unas fechas con lamentaciones. La causa de sus males era que fuera obligado a viajar en clase turista. Atinaba en su mandoble platicante, indicando que no era una cuestión personal y sí de carácter institucional. Causaba mal efecto que lo vieran en esa clase en atención a su cargo. Virginia Wolf en su obra El balneario, escrita un mes antes de suicidarse, describía: “La ciudad queda sumergida bajo el agua; y sólo se distingue su esqueleto de bombillas de colores”. Qué menesteroso ejemplo el que nos retrata la autoridad judicial, que cree reconocerse en el ciudadano que no lo reconoce a él. La cuestión parece radicar en “actualizarse”. Es decir, en ser visible aunque sea a costa de sumergirnos en la propia estupidez.
Thoreau señalaba que “El poema verdadero respira al fondo del yo”. La memoria y el olvido inspiran y expiran ese halo enigmático de pasos en la niebla. El poeta se transforma en el vacío que lo principia todo, “El placer de haber sido / nadie bajo una luz / antes no usada”, refiere José de María Romero Barea en su obra Talismán, que es extensible a ese sentir irrenunciable de lo que somos. La identidad que, a golpe de cuchilla, van reduciendo hasta hacerla desaparecer y convertirla en nada.

Pedro Luis Ibáñez Lérida

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