Sol, moreno de piel, mercadillo los jueves y domingos, alguna tormenta a media tarde, calor, mucho calor. Amigos a los que pides que miren disimuladamente y nunca miran disimuladamente, padres que mandan callar a sus hijos cuando piensan que tienen razón, alumnos que lamentan lo mal que les salió un examen y luego sacan sobresaliente, este municipio donde todas las frases -aun sin parecerlo- comienzan por un no. El paisaje desprende colores con perspectivas propias de un cuadro renacentista. Y aromas, olores, sabores, millones de sonidos, melodías, un tacto agradable… Porque a veces nos olvidamos de los otros sentidos, convencidos de que solo somos vista.
Aquí, en Puerto Nuevo de las Cerezas, hay un pueblo con muchos pueblos dentro. En ellos descubrimos la psicodelia luminosa de su recién estrenado karaoke, tanta paz rebosando por los huertos, gente con clase y clases de gente. Desde el bar de alguna esquina se demanda paciencia: Una buena tortilla necesita tiempo; su paladar agradecerá la espera. Y en el descansillo del Ayuntamiento, el ordenanza de turno aguarda la incorporación de un nuevo secretario para ponerle su mote debido.
Ni Jerusalén, ni Roma, ni Santiago de Compostela. Dicen las buenas lenguas que este es el lugar del mundo que tiene más fe. Miles de peregrinos cargados de ella atraviesan sus calles, pero al entrar en el teleclub y departir con sus gentes, la pierden sin remedio. Quizá por eso, aquí tenemos lo que vivimos, lo que disfrutamos, lo que amamos… Y por supuesto, lo que creemos.
Nota: Texto incluido en el capítulo titulado Desde las puertas del cielo, perteneciente al libro Siete paraguas al sol de
MANUEL CORTÉS BLANCO
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