El torrente sanguíneo, impulsado por el movimiento involuntario y descontrolado de su corazón, horadaba su cuello, sus sienes, las yemas de sus dedos.
Su mano izquierda asía con fuerza el brazo contrario, en vano intento de evitar la caída.
Permaneció así con los ojos abiertos, sintiendo su cuerpo arder bajo la capa fina de transpiración, inmersa aún en la pesadilla, suspendida en la oscuridad de la habitación.
Cuando logró calmarse pensó en la mañana. Sólo por un instante… El tiempo suficiente para cerrar los ojos, anudar sus retazos y abandonarse a ella, a la pesadilla, dejándose llevar, como si no fuera más que una cola de barrilete, impulsada a perderse en la profundidad de la noche.
Ana María Tur
Publicado en el blog laboratoriocentral
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