En una pequeña cocina de ambiente muy pobre pero no sórdido, dos ancianos, marido y mujer, se sientan a una mesa. En su modestia, a pesar de lo viejos que están el alicatado y el único mueble visible, se advierte una voluntad de pulcritud y calidez, de alimentar la sensación −o el espejismo− de que aún se vive en un hogar: en un florero de loza con grapas, viejas flores de plástico; en la única ventana, visillos pasados de moda pero planchados y limpios… La mujer no está dispuesta a caer en el desaliento y la desidia: aunque la vida jamás se lo puso fácil, nunca se ha rendido.
ANCIANA:
Una para ti, una para mí. Una para ti, una para mí… (Reparte equitativamente la caja de pastillas. Algunas lágrimas riegan involuntariamente el botín conseguido en la farmacia donde aún les fían. Los pequeños proyectiles de muer-te, de un azul eléctrico, parecen brotar en la mesa de la cocina, incitantes como hongos tóxicos nacidos tras la lluvia. Se limpia con el dorso de la mano y sonríe. El anciano es muy sensible; ella no quiere parecer triste ese día).
Que hayamos luchado tanto, pagado tanto con la propia vida… Y ahora esto. Haces bien en olvidar, cariño. Tú, tú si que, a pesar del Alzheimer, sabes quién eres. Y no ellos, que nos dejan sin apenas pensión: imposible seguir pa-gando los tratamientos. Tú si que, en el fondo, no has olvidado lo imprescindible (Se esfuerza por sonreír mientas le acaricia la mejilla). Por las mañanas, cuando voy a despertarte, aun los días que no me recuerdas, me sonríes afable, como sonreirías a cualquier desconocido. Cuando te lavo o te doy de comer o te peino, siempre me lo agra-deces como se lo agradecerías a cualquier semejante ajeno. No lo haces porque sea yo la mujer que ha compartido contigo sesenta años casi borrados, sino porque aún sabes lo que es el respeto y el amor hacia el ser humano. Y tan profundamente aprendiste esa lección, que ni siquiera la enfermedad ha podido arrebatártela, ahora que los pliegues de la piel casi te ocultan ese número que ya no recuerdas pero que yo nunca olvido (Señala el número tatuado en su muñeca, el que le colocaron nada más llegar al campo de concentración y que le distingue como represaliado republicano). Lo diste todo y ahora… No te pagan en igual medida (Bajando los ojos, como avergonza-da por las vilezas de otros).
Haces bien en olvidar, cariño, el presente: lo que sucedió hoy, ayer y el otro día. No ha de escribir Historia este exterminio de los derechos, la solidaridad y la justicia. No ha de durar la pesadilla. Igual que entonces, venceremos. Como nos despertamos nosotros, se despertarán los hombres de bien. Quiero creerlo. La humanidad se va a pique: el progreso, como un tanque, le pasa por encima; como un Mauser, la barre de la escena. Y nos sume a ti y a mí en el silencio... La Historia, ya se sabe, la escriben los vencedores. Pero ni tú ni yo estamos vencidos (Con voz y gesto firme, resuelto; recuperando su proverbial entereza). Nos vamos por decisión propia, cuando queremos. Para que nuestro sacrificio sea un grito: para que no nos tapen la boca como planean, ni nos vuelvan invisibles, ni nos hagan desaparecer en el olvido. Porque más vale morir de pie que vivir de rodillas, toma mi mano y vamos a echar una cabezadita. Ven, dormiremos un ratito.
El anciano y la anciana, cogidos de la mano, como han caminado desde el primer día, se dirigen hacia el fondo del escenario, donde se presume estará la alcoba. Las sombras no los engullen mientras se alejan lentos, sino que los envuelven protectoras. Delicadas, ocultan compasivamente su digna partida.
El sueño será largo, pero no importa. Porque mientras tanto, desde un viejo gramófono que no llegamos a ver pero sí imaginamos, Gardel les recuerda, entre los crujidos de la edad, que veinte años no son nada.
Premio Especial de Monólogo Teatral Hiperbreve Concurso Internacional de Microficción “Garzón Céspedes” 2012
Salomé Guadalupe Ingelmo (España, Madrid)
Publicado en Los Cuadernos de las Gaviotas
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