domingo, 31 de marzo de 2013

ENSAYO SOBRE EL OPTIMISMO Y EL PESIMISMO


(Artículo de 1920)

      Una de las grandes majaderías que cometen casi siempre casi todos los poetas menores, y hasta los mayores, es la de lamentarse de que la vida no sea tan arregladita y bonita como ellos la desean. Y menos mal lo de lamentarse, ya que en un arrebato lírico de dolor y desesperación de almas sinceramente exaltadas, siempre hay cierta grandeza. pero lo que me parece el colmo de la necedad es el ponerse a filosofar gravemente sobre si la vida es buena o mala, color de rosa o negra.
      Casi todos nuestros grandes escritores de España y América, sin excluir a los más vigorosos y realistas, han caído siempre en la manía ésta de darle una tremenda importancia a la actitud que han de asumir ante la vida, si la de un negro pesimismo, o la de un rosáceo y almibarado optimismo.
      Es tiempo ya --mis reverendos señores de la majadería pesimista u optimista- de que alguien se atreva a salir a deciros que dejéis para uso de las señoritas románticas sin ocupación esa filosofía barata --de himno o de gruñido-- del llamado optimismo, o de su compadre el llamado pesimismo, tema que, además de agotado, es imbécil hasta más no poder.
      En efecto, ¿qué forma hay de perder el tiempo más lastimosamente que el ponerse a dar vueltas y más vueltas alrededor de un probrema cuya dilucidación no nos conduciría a parte alguna y que, por consiguiente, nos debe importar un comino?
      Que la vida es buena y usted la ama, o es mala y la odia... Bien... y ¿qué? ¿Qué nos cuenta usted con lo uno o con lo otro? ¿Qué se le da a la vida, a esa cosa inmensa y alucinante de que formamos parte, de que usted o yo, unos granitos de arena, la amemos o la dejemos de amar? ¿Qué diablos le importa al gran remolino vital que nos zarandea que una vocecita humana la alabe o la maldiga, la apruebe o desapruebe en lo que hace o deja de hacer?
      ¿Que le leo a usted, un optimista, y quedo convencido de que la vida es buena y sabrosa? Pues no por eso dejaré de ser un organismo en marcha, expuesto a llevarme un garrotazo y a ver las estrellas a la primera oportunidad. ¿Que leo, por el contrario, a su compadre el pesimista de las gafas negras y quedo convencido de que hago un mal negocio viviendo? Pues no por eso dejaré tampoco de ser un organismo en marcha y expuesto, por consiguiente, a que al volver la esquina me acometa un toro o un acreedor me asalte y tenga entonces que salir huyendo en defensa.. ¿de qué?... de la vida, de aquello mismo de que he renegado.
      ¡Y si siquiera determinaran diferencias reales en nuestra conducta estos dos conceptos, el optimista y el pesimista! Pero no; no hay toneladas de optimismo que me salven del efecto de un dolor de muelas, para no hablar de cosas mayores, como gangrenas, apendicitis, cólicos, paralisis, y las mil y una calamidades físicas y morales que afligen al hombre. Y, a la inversa, no hay toneladas de pesimismo que me lleven a hacer lo único sincero y lógico que debe hacer el pesimista: pegarse un tiro o tomarse un veneno.
      Quejarse, chillar, decir en verso o prosa aquí me duele... Bien: quéjese usted: sobre todo si ello le da motivo, como a Chopín, para componer cosas delicadas y bonitas. Quéjese usted, señor, pero no filosofe, porque filosofar para demostrar lo ya demostrado hasta la saciedad por Schopenhauer, y lo comprobado día tras día por los golpes que sin parar nos descarga la realidad, es una imbecilidad abominable frente a la otra imbecilidad mayor de empeñarse en que estamos en el paraíso.
      Señor optimista, una de dos; o es usted un necio, o es usted un monstruo de insensibilidad. Porque sólo un necio o un monstruo de insensibilidad, de crueldad pasiva --que es la peor de las crueldades-- puede sentirse cómodo y satisfecho ante el cuadro terrible de hambre, de brutalidad, de dolor, de crimen y de voracidad comercial que es hoy el mundo.
      Pero entonces tiene razón el pesimista al afirmar que la vida es odiosa --se me dirá-- No, amigo, no. Claro está que el pesimista ve mejor, es más sensato y afectivo que el cándido optimista, pero tan vacua es su filosofía como la del otro. ¿Por qué?
      No se le puede perdonar a nadie que presuma de pensador el que tenga una concepción tan superficial, tan pedestre, del mundo, que no vea que estamos pegados a la vida, no por la razón, sino por la voluntad, y que contra el "yo no quiero vivir" de la razón se alza siempre, imperativo y triunfante, el "yo quiero vivir" de la voluntad. Con esta voz de mando de la voluntad no cabe discutir. La pócima nos sabrá bien o nos sabrá mal, pero nos la tenemos que tragar de todos modos. Y bien flojo filósofo tiene que ser el que, rebuscando y arañando aquí, en este subterráneo mandato del instinto de vivir que da al traste con los dictados más claros y apremiantes de la razón, no acabe por vislumbrar que en nosotros y por sobre nosotros la voz de mando que dice sí y adelante dentro de nosotros es voz de infinito, voz del cosmos, de todo cuanto en nosotros y fuera de nosotros tiene un sentido de permanencia por encima del sentido fugaz e ilusorio de lo que, en un momento dado, y alucinada por estos o aquellos preconceptos, o estas y aquellas sensaciones, nos dice la razón. La flaca y segmentada razón humana, que no es más que el puntito de luz, de conciencia, de nuestra microscópica e ilusoria individualidad en el seno de la gran nebulosa de la vida universal.
      ¿No es vida todo cuanto se agita bajo nosotros y encima y alrededor y dentro de nosotros? ¿Y no somos nosotros mismos parte de esa vida? O más bien, no somos nosotros mismos la Vida, con todo lo que tiene de consciente e inconsciente, de luz y de sombra? Pues entonces, ¿cómo pretender asumir al mismo tiempo el papel de reo y de acusador, de víctima y de verdugo? ¿A qué sacar cuentas y echar balances cuando el acreedor y el deudor, el debe y el haber, son la misma cosa?
      ¡Qué mala la vida!... Sí; pero ¡qué buena! ¡qué buena cuando así y todo te agarras a ella con las raíces más recónditas y fuertes de tu ser! ¡Qué buena, sí, cuando si sabes mirar más allá de la costra de las cosas, la ves triunfar siempre, penetrándolo, venciéndolo y arrollándolo todo de tal suerte que ya dejas de ver muerte aquí y allá, para no ver en todas partes más que a ella, la Vida. Que se cae, o se seca, o se muere este árbol, y aquel otro, y aquel otro... ¿Sí? Pues asómate, asómate ahora, y mañana, y siempre, y verás el bosque --¡el bosque!-- con los mismos árboles y el mismo verdor y la misma pujanza. Que cae y muere este hombre y aquel otro y aquel otro... Pues asómate y verás en la calle principal de tu ciudad el mismo ir y venir y el mismo zumbar perenne de colmena.
      ¿Qué esto es oscuro y metafísico? Pues volvamos a la claridad, regresemos al sentido común. ¿Se puede usted ir de la vida, señor descontentadizo, aun en el caso de que su instinto vital esté tan débil que se preste --cosa inaudita-- a acatar el mandato de su pasiva razón? No; porque eso que usted llama su instinto de conservación, su voluntad de vivir, es su creencia, su raíz, idéntica a la mía y a la de todos, tan idéntica (¿no lo siente usted?), que en ella y por ella usted soy yo y yo soy usted, los dos somos la misma llama inmortal, la Vida. Y claro está que no hay bala ni puñal, ni veneno que llegue a esa raíz.
      Si pues no podemos segregarnos de la Vida, como no se puede segregar la burbuja de la onda, en lugar de lamentarnos estérilmente o de tratar en vano de rebelarnos, bajemos la cabeza ante el misterio, acatemos y reverenciemos lo que hay dentro de nosostros de indestructible y divino, y con la luz de nuestra razón y el empuje de nuestra intuición busquemos el modo de que cada aurora nos sorprenda más panetrados de su hondo sentido (el de la Vida) y más ansiosos de servirla, y amplificarla, e iluminarla dentro y fuera de nosotros.

Publicado en el blog nemesior.canales

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