viernes, 1 de marzo de 2013

EL RUIDO DEL TRANVÍA RAYA EL CRISTAL DE LA NOCHE


El ruido del tranvía raya el cristal de la noche. No sólo un título en una página de periódico. El de la noticia de una mujer arrollada por el tren en esta comarca del norte de España, de raíles y entrañas de carbón, donde silbatos y sirenas marcan más el ritmo de la vida y tienen más fieles que los relojes y las campanas de las iglesias. No apareció una maleta suya, ni documentos, ni una pisada de sus zapatos. Nadie la reconoció o quiso reconocerla.
Hace treinta años que sujetaba con ambas manos esa edición diaria, que la releía, ya atrasada varias veces para distraer recuerdos embarcada a Buenos Aires, cuando en una de ellas la tranquilidad de su lectura se quebró por el susto de sentir que alguien, un desconocido, se había acercado e inclinado hacia mí para leerla.
Así conocí a mi marido que esperó hasta su última noche para hablarme de esa mujer de la noticia, de la que desde entonces sentí gran respeto y curiosidad.
Ella, y mi marido, me hicieron regresar de estos treinta, de esa tierra y por este atlántico. Ahora me tienen escribiendo en este tren ya de vuelta de mi visita y sus minas; tomado en la estación de la que partió mi marido, en aquellas noches rayadas, de un burdel tan cercano a la vía que sorprendía o avergonzaba a los que viajaban. He sabido que por los mismos días y raíles fue discretamente expulsada de aquí una congregación de monjas que ayudaban a las mujeres de los barrios pobres, enseñaban a sus hijos en su colegio y cedían instalaciones a la asociación de padres…que no dudaron en aprovechar una multicopista para sus panfletos contra la dictadura, utilizando incluso papel con membrete de la congregación.
Al poco de circular esas cuartillas la policía intervino y las reuniones pasaron a celebrarse en el prostíbulo del pueblo donde muchos entrarían con vergüenza y otros con excusa. Cerca de esas sábanas de todos pronto surgieron enfrentamientos entre hombres de distinta cuna. Acordaron tener que separarse como clientes en dos casas, y quemaron una tras discutir por el reparto de las favoritas.
La tarde-noche en que las monjas, ya expulsadas, debían tomar el tren, la dueña del burdel, a medio camino de la estación y la pequeña y negra ciudad, mandó cerrarlo en protesta por la traición de estos hombres, y para que, en consideración a su sensibilidad, no vieran al pasar esa puerta abierta. A esta “madame” acabo de visitar.
Mi marido, que fue uno de esos revolucionarios avergonzados del prostíbulo, tenía entonces aquí novia y el padre de ella, cacique, enterado de las citas nocturnas montó en cólera y tanto peor al enterarse que era por sus ideas. Intentando éste matarle en la mina huyó y buscó mi marido en “su” burdel cobijo; la prostituta que lo intentó esconder acabó en las extrañas circunstancias de las que empecé escribiendo.
En la casa que he visitado, encima de una mesa, el retrato de una monja; aquella novia.

Andrés Parejo Sosa

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