Un árbol me plantaste en la parcela
más profunda de ti, donde los dedos
no alcanzan a tocar, ni los extraños
consiguen ver, como si fueran ciegos,
pero que yo observaba cada día,
en pleno desarrollo, sangre y fuego.
Proliferaba en verde, dilatándose,
vertical y a través, por alma y cuerpo,
cada hoja leve, júbilo y caricia,
cada dos ramas, un abrazo estrecho.
Se nutría del flujo de mis venas,
y ondulaba a la brisa de mi aliento.
Era como otro yo, desarrollándose
dentro de ti, poblando tus adentros.
Fue la mejor etapa de mi vida,
porque estaba en tus sueños
más íntimo y vibrante
que en la fiera anarquía de tu lecho.
No fui yo ajeno a riesgo y contingencia,
conocedor del péndulo del tiempo,
de los tropiezos del amor, que tanto
se nos presenta irreversible, eterno.
Olvidamos que el hacha está a la vuelta
de la esquina, y seguimos sonriendo.
Los años ya han limado las aristas
de desengaño, ausencia, sufrimiento,
y se entiende la vida en su contraste
de avance y retroceso.
Subí al Monte Tabor, tuve el Calvario,
y fui resucitando. Pagué el precio
que todo amor exige,
y lo repetiría, sin dudar, de nuevo.
FRANCISCO ÁLVAREZ HIDALGO -Los Ángeles-
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