miércoles, 26 de diciembre de 2012

HERRUMBRE


Herrumbre, Ana Vega (Groenlandia, 2012)

Ya con motivo de la publicación de su primer libro, El Cuaderno Griego (Universos, 2008), Alejandra Sirvent llamaba la atención sobre la frialdad como rasgo notable en la poesía de Ana Vega1, incluyéndola dentro de una serie de jóvenes escritores en los que predominaba el escepticismo, el distanciamiento y el antirretoricismo de unos escritos “descarnados” y “dolorosamente cerebrales”.
Pasados cuatro años, en los que la autora ha publicado cuatro títulos más, ve la luz Herrumbre (Groenlandia, 2012), y, tras aquella aparente “gelidez”, se puede vislumbrar una experiencia extrema del lenguaje donde prima la búsqueda de una palabra elemental desde la que “alcanzar la verdad / que todos temen nombrar” (pág. 24), la que reside en un “lenguaje seco, más veraz y despiadado que nunca”, en “la imagen que de un modo primitivo se refleja en el papel sin intermediario alguno” (pág. 9), porque, como apuntaba José Ángel Valente, “la corrupción del lenguaje público, del discurso institucional, falsifica todo el lenguaje” y “sólo la palabra poética, que por el hecho de ser creadora lleva en su raíz la denuncia, restituye al lenguaje su verdad”.
Desde las dos citas iniciales, la poeta deja constancia de su actitud poco normativa y de la importancia del carácter tribal que le confiere a la escritura, por lo que nos encontramos ante una poesía a la que habrá que buscarle las constantes vitales, el pulso, debido a la escasez de puntuación, la falta de disposición métrica y la discontinuación del ritmo a causa de la fragmentación del discurso, “la anarquía [..] siempre desde la palabra” (pág. 29) Sin duda, toda aspiración a una poesía verdadera pasa por la fragmetación, y, así, “capturar la esencia. Enfrentarnos a la verdad desarmados. / Alzar la palabra hacia el lugar más elevado y más primitivo de ésta” (pág. 9).
Ana Vega busca en la herrumbre “lo que queda tras la materia” (pág. 9), el sustrato primordial de un lenguaje corroído a imagen y semejanza de una sociedad, “reino de los cobardes” (pág. 42) o “ciudad que muerde” (pág. 53) que imprime su marca al hombre y a la mujer y les “extrae” [..] “toda sentimentalidad posible” (pág 41) hasta “perder la fe, perder esa parte de ingenuidad que te salva del abismo” (pág. 57). Sólo por medio de esa palabra terminal, cruda, de imagen violenta y salvaje, desde “la rebeldía del animal herido” (pág. 23) se puede recuperar ese “instinto de lobo o loba,  algo animal, del todo extinto” (pág.52) y “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu” para poder enfrentar el abismo que supone la realidad, la de “aquella niña convertida en mujer rota y desmembrada ahora” (pág. 38) para, según la cita final de Hugo Mújica, “encontrar la fe pérdida en la palabra en carne viva” (pág. 62)
Supone Herrumbre un aullido, una posible respuesta a la confusión y la angustia producto de la sobremodernidad, un proyecto de salvación por y para la palabra poética por medio del instinto. Poemario de difícil e incómoda lectura, Ana Vega no sugiere, sino que hace gala de un estilo directo de sensibilidad primaria, animal, sin ambigüedades, “la ferocidad de la frase abierta” (pág. 9), fragmentando el discurso poético, dejándolo sin balizas que ayuden a encontrar su ritmo, y donde la palabra poética y la poeta se confunden en la desnudez del animal malherido que se lame las heridas para que nunca se le cierren, ya que “el odio también es una forma aceptable de vida” (pág. 50) para soportar “el dolor de saberse vivo” (pág. 40). Porque “hay un lugar del desierto en el que el espíritu de las mujeres y el espíritu de los lobos se reúnen a través del tiempo”, una naturaleza casi muerta hábitat de ese algo salvaje que sólo se encuentra en la palabra de raíz poética.

Mario Álvarez Porro
Publicado en la revista Nueva Grecia 1

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