Le gustaba contemplar el corto vuelo del chamariz; ver su plumaje verdoso cuando se esponjaba junto al cercano arroyuelo; perseguir lagartijas junto a la tapia por donde trepaban las madreselvas; esconderse entre el herbazal que creía a la vera de la charca, donde rojeaban las venenosas adelfas y croaban las ranas durante las noches de luna. No conocía otro mundo más que el de los alrededores del caserío. Alguna vez se había atrevido a llegar hasta el cercano pinar, y le gustaba pisar el alhumajo y espantar las urracas o correr tras los lagartos, que dormitaban en los claros de sol.
Aquella tarde, cuando la luz escapaba ya tras el pinar y la construcción del cortijo, que Cristobalito veía diariamente sin entusiasmo alguno, se recortaba contra poniente, vio a una mujer que pasaba, despacio y oscura, por la vereda que se perdía por el altozano. Miró al chiquillo y éste se sintió reflejado en el melancólico mirar de la mujer, que se alejaba más lenta por el atardecer.
Aquellos ojos oscuros, aquella mirada, vieja y mansa, como la de un animal moribundo le trajo a su memoria el día en que a “Lista”, la perra, le quitaron su cachorrillo y anduvo todo el día y toda la noche aullando lastimera en busca de su cría. Hasta pensó que le hubiera gustado que aquella mujer fuera sus madre a falta de la suya, que nunca llegó a conocer. Pero calló mientras la veía perderse por los alcores.
Una mañana apareció Cristobalito en la puerta del cortijo. Solo contaba unos días. Era un rebujo moreno y sucio que lloraba abriendo una boca monumental. El ama ordenó que lo lavaran y le dieron de comer, como a los cachorrillos de “Lista”. Desde entonces fue uno más en la hacienda, y creció entre el cariño prestado de los pobladores de la finca, como un borrón caído en una hoja blanca de papel, porque él nunca jugó con los demás niños. Cuando el día se asomaba por la colina y comenzaba a soplar el viento que tría recuerdos de mar, haciendo murmurar los árboles y temblar los pinos, Cristobalito ya tenía cosas que hacer: dar de comer a los cochinos, limpiar las pocilgas, acarrear estiércol o apacentar las ovejas, si no iba hasta el tajo a
llevar el almuerzo a los hombres, que siempre disponían de una palabra de guasa para el chico, que crecía cada vez más despacio y más oscuro que los grillos.
Cuando veía a los demás muchachos ahuyentar a los gorriones y obligarlos a dar voletíos, en primavera; o en otoño, con las primeras lluvias, hundir sus pies en los charcos o echar a navegar barquitos de papel en los incipientes arroyos, sentía envidia que a nadie se atrevía a comunicar. Era el más oscuro del cortijo, no sólo por el color de su piel, sino porque ni siquiera tenía apellidos como los otros, pero no se sentía desgraciado porque jugaba con los perros que se alegraban cuando los llamaba.
No era la primera vez que había visto a aquella mujeruca pasar junto a la valla, envuelta en un pañuelo negro y como llorando silenciosa igual que un animal herido. Muchas tardes, cuando en el día surge ese punto de indecisión del atardecer, cruzaba por allí. A Cristobalito, que ella había aprendido lo que es la esperanza y que sabía que la muerte es caer siempre en la sombra y permanecer inmóvil por los siglos de los siglos, que decían los curas, le gustaba verla pasar cada tarde, cabizbaja y silenciosa, como pasan las nubes y ocultan el sol durante unos segundos. Todas estas cosas las guardaba para sí y solamente se atrevía a contárselas a “Lista”, la perra vieja y triste. El animal lo miraba con ojos de miel oscura y, a lo sumo, apoyaba su cabeza en el regazo del muchacho con un quejido lastimero y casi tan humano como imperceptible.
Pero una tarde, no vio pasar a la anciana camino de los alcores, camino de ningún sitio. Los cipreses se le hicieron más alargados y oscuros, y notó como un pellizco en el alma que fue incapaz de explicarse. Anduvo todo el día como ido, mas solo que otras veces, como los perros ajenos que se acercaban al caserío con el rabo entre las patas. Luego, en el pastizal, al arrimo del rebaño, se sentó junto a una encina y le dio por pensar mientras las ovejas buscaban entre los matojos las briznas jugosas de hierba tierna.
No la volvió a ver más y Cristobalito, que ya contaba sus muchos años, recibió una pedrada en el pecho, la murria de los que viven solos e ignoran para qué están en el mundo porque no han aprendido a preguntárselo, y no se atreven a llamar a la muerte porque tampoco saben que ésta viene cuando se la llama.
“¿Qué te pasa, Cristobalito, no estarás enamorado? Le decían los del cortijo. Y él, entonces, es verdad que se acordó de Prisca, la pastora hombruna de prietas carnes, que, de vez en cuando, barruntaba al macho y buscaba a Cristobalito. Pero no la recordó desnuda y generosa, sino dura, sucia, con olor a trasnocho. Así que se echó al campo con “Lista” hasta donde la valla, junto a un roquedal en sombra. Se sentó junto a la perra y, acariciándola como a una madre, se dio a llorar; un desconsuelo largo y frío como el desgarrón del viento por sus huesos en las duras mañanas del invierno.
Francisco Mena Cantero. España
Publicado en la revista Oriflama 18
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