martes, 2 de octubre de 2012

PRESENTACIÓN LIBRO


Síndrome de ausencia, de Irene Nárdiz
Prólogo de Alejandro Luque

Vencido el amor, derrotada su estirpe que alborozó el alma y domeñó al corazón, la huella de su paso
hiende invisible como aquéllas que denotan un rastro en la nieve, antes que el inexorable paso del
tiempo las borre definitivamente. Entonces, el signo de ese amor se transforma. Abre paso a una nueva
estancia que reposa en el absoluto intimismo, en la esfera recóndita y arcana de la que sólo nosotros
detentamos la llave de acceso, y de la que no nos desprendemos. Hay un canto herido que acompaña
el gusto acerado por la pérdida pero también el de la ternura en la evocación de aquélla. ¿Acaso el amor
deja de serlo alguna vez?
En Síndrome de ausencia la indagación sobre el amor se torna tan huidiza como esplendente. El verso se escurre a conciencia para orientarnos hacia la primera oportunidad que nos alcanza de belleza, “Me marché / con un par de horquillas menos / y con mi cuerpo oliendo al tuyo”, de fehaciente simbolismo, “Ahora entiendo / por qué y para qué / tengo esta marca en la parte izquierda de mi pecho”, de indicio encendido “es la manera que tengo de recordar / que un día fuiste mi herida”, de serena complacencia pero indubitable actitud, “Es lo mejor que puedo hacer: / frotarte la cara con mis manos / y descubrir /
que ya no desprendes / ese halo brillante” para ultimar el nuevo tiempo, “Roto el corazón / el tiempo / el sueño / ahora queda encontrar nuevos hilvanes”. No sin antes asirse a la esperanza, a sabiendas que el amor queda yerto, “Si no es en esta / que sea en la próxima / Te propongo renacer”, porque en el amor no hay olvido que nos redima de su influjo, “Pero olvidarme de todo eso / como del insondable color de tus ojos, / o del sabor infinito de tu boca / sería olvidarme, también / de que he vivido”
La obra poética porfía con su propia naturaleza lírica y vivencial para ofrecernos pasajes en los que su autora abrevia el paso que el vértigo amoroso imprime, y nos deleita con pasmosa sencillez, “Vuelvo / a aquellos lugares / donde siempre te llevé conmigo”. La pertenencia se delata como etéreo pensamiento, como lugar nombrable pero inasible, un tiempo que nos fue dado y que ahora se afianza en la distancia protectora, “Ahora creo / que ya puedo, de nuevo, / afianzar puentes / entre tus desfiladeros y los míos”. Sin embargo, la madurez amorosa no revierte en la sapiencia, incide en la necesidad de ser
sobrepasado por la emoción, que la rotundidad de lo nacido sin remisión, tome rumbo y camino de evasión, “Escapa / de quién impone silencio / y haz de tus pálpitos / brocha, caballete y lienzo”.
Tres hilatura poéticas, desprendidas de la sedosa rueca poética de Irene Nárdiz, son enhebradas gracilmente en el ojo de aguja que procura su palabra, puntada a puntada.
Con la mesura de la labor sin premuras. Sólo al compás de un leve rumor que nace sin necesidad de ser, si quiera, intuido. Así, el tiempo es devocionario de un ciclo: amor, dolor y pérdida. La obra se reviste de un halo de sensualidad que la recorre como infinita caricia,
“ Afuera llueve / pero es aquí, / (...) donde nuestros cuerpos truenan y relampaguean”, con un quehacer interno de rico efecto embriagador y desiderativo, “Ayer / en mitad de la muchedumbre / me hubiera gustado abrazarte” y que toma cuerpo en la contemplación indiscreta, “sólo hacía falta una fugaz mirada / a cualquier amante / para que mi cuerpo quisiera abrazarte en exabrupto”.
Como acertadamente señala su autora, “Cuando de noche / te aprendiste el camino hasta mi casa / creí que te habías aprendido / igual / el camino hasta mi alma. / No fue así / por eso / cuando duermo / no cierro los ojos / por si algún día / ves la luz / que siempre te espera / al fondo de ellos”. El amor fideliza la incertidumbre. Sólo su luz, la luz que ciega y , a la par, abre la mirada, es rito eterno que nos acompaña, queramos o no, en su cintilante travesía.


No hay comentarios:

Publicar un comentario