En recuerdo de Ángel López Martínez
Uno, sinceramente,
no siempre está dispuesto para amar:
imágenes partidas,
descompuestas aleaciones,
interceptan la sangre, y, entonces,
el corazón es como un junco.
Nubes de sol y espuma
coronan el ocaso
y el agua se nos hace más pequeña;
se queda el mar partido a nuestros ojos.
Dormir, soñar acaso primaveras
donde la carne mueve su misterio
de rítmica sorpresa, donde el nervio
nos raya y nos convence
de la necesidad esclarecida
por el íntimo esfuerzo de las rosas.
Descendemos.
El día es como un sótano
grande, como un foso
donde se pierden, tristes, los caminos
que podrían llevarnos a mundos siderales,
a mundos carcomidos
por el clavel y el agua, por la duda.
Fantasmas,
habitantes de suburbios olvidados
golpean las murallas del misterio
desesperadamente alegres con el barro
que abrillanta el porqué de sus sonrisas.
Vienen hermosamente derrotados,
acarician la flor, liban el sueño
por el amargo río de su gloria;
se desmelenan, gritan,
sonríen y golpean...
nos besan la mejilla.
Ejército de dioses
en triunfante derrota,
galopan un paisaje
de nubes,
desesperadamente blancas.
Trompetas, amapolas,
olivares dormidos en un cielo
de sal y de amoníaco,
nos congelan la sangre, nos aturden
con sonrisas de clavos y cristales.
Hay un golpe de viento
por el lejano tiento de los pulsos;
sacuden madreselvas en las sienes dormidas;
caen y caen arcángeles de barro
en un desalentado granero de esperanzas;
vírgenes paridoras se desangran en miedos
por los fósiles rotos de temidos centauros.
Ejércitos, fantasmas en rebaño,
mares enfebrecidos, agigantas la noche.
Se diría que el pulso es un muchacho
enamorado y solo, impotente
para la lucha atroz con las libélulas.
No hay una sola espada para cortar el luto,
ni siquiera un caballo para saltar el puente.
...Si al menos las alondras dibujaran el día...
Pero aquí estoy parado, sintiendo
rota la primavera en el arroyo
con el que a veces riego mis geranios
Me desuno del sauce y de sus lágrimas,
pienso
que me puedo hacer piedra, o luna, o rosa,
desandarme hasta el tiempo de la nada,
morirme, acaso, en un suspiro
como la luz se mueve en estas horas
negras y tristes del espíritu.
Atormentado y loco, esperanzado,
tropiezo y me levanto. Enciendo
mi antorcha, y sigo con mi grito adelante.
Tiemblo, me desespero, lucho, amo...
¿... He dicho amo...?
Pero,
¿se puede amar con una noche
rompiéndonos la sangre?
Nicolás del Hierro (España)
Publicado en la revista La Urraka 31
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