Por
Ignacio Verbel Vergara.
Removiéndose en sus tumbas deben estar los grandes patriarcas del periodismo nacional, hispanoamericano y universal. No es para menos. Ellos que escribían con estilo cuidadoso, con sintaxis rigurosa y semántica apropiada, que, aunque trataran los temas más estrambóticos y truculentos, se cuidaban de hacerlo con una prosa fina, con vocablos que no chocaran con el buen decir, sin descuidar la descripción ágil, la puntada irónica, el epíteto adecuado o la metáfora que en vez de ocultar, develase. Sin ser moralistas ni fariseos ni puritanos, hacían referencias puntuales a los acontecimientos que eran motivo de las noticias que redactaban, de las crónicas o los reportajes, de las columnas o de los artículos de opinión. Por ello, (aunque su quehacer tenía más que ver con el mundo real, concreto) eran asimilados como grandes literatos, como admirables usuarios de una palabra vestida de suntuosidad y vitalidad. Palabra que no embadurnaban de heces ni de purulencias y que aunque estaban destinadas a informar sobre hechos que muchas veces eran estrafalarios o tremendos y que muy pronto quedarían olvidados, pisoteados por unos más recientes e importantes, se esmeraban porque los párrafos tuvieran ritmo, tono eufónico, elegancia discursiva.
Joseph Pulitzer y otros prestigiosos líderes de la prensa, sentaron las bases para un periodismo que, además de informar, ilustrara y que aunque echase mano de argumentos que explotaban la emotividad de los lectores, no cayesen en la grosería o el esperpento.
En los siglos XX y XXI, el mundo ha visto aparecer periodistas de gran valía, entre los que mencionamos a unos cuantos como Bill Keller, del New York Times, Pedro J Ramírez, Ryszard Kapuscinsky, Robert Fisk, Carl Bernstein y Bob Woodward, Seymour Hersch, William Howard Russell y David Randall, en el plano internacional; así como figuras nacionales de la talla de Guillermo Cano, Alfredo Molano Bravo, Lucas Caballero Calderón, Juan Gossain, Clemente Manuel Zabala, Héctor Rojas Herazo y el recién desaparecido Bernardo Hoyos. Todos ellos baluartes de un periodismo diáfano, que sabe qué hacer con las palabras, que entiende que informar no es aterrorizar ni es difamar, pero tampoco ocultar ni hacerle el juego al establishment y mucho menos convertir el dolor ajeno en motivo para la burla o para la relación de hechos surcada por el folclorismo guasón o la frase abrupta e impertinente que se disfraza de popular o de facilitadora del acto comunicativo con la gente menos ilustrada.
Periódicos, revistas y programas periodísticos de radio o televisión que tienen en el sensacionalismo su credo, su base, la razón de su éxito y las coordenadas que le garanticen un ganancioso aterrizaje, han existido desde siempre en Colombia y el mundo. Pero, los sensacionalistas se cuidaban muy bien de no estropear el idioma, de no ensuciar sus frases u oraciones con toscas expresiones. A pesar del cortinaje hecho de sangre y cuerpos despedazados de las fotos, cuidaban de que las expresiones fuesen decentes.
De hecho, en Colombia, en 1965 Ciro Gómez Mejía funda uno de los periódicos más amarillistas de que se tenga noticia en la historia del periodismo nacional: El Espacio, el mismo que pasaría a ser emporio de los Ardila. Pero a su amarillismo y a su estela sensacionalista, hay que abonarle el hecho de que se preocuparon desde un comienzo por no mancillar la palabra, aunque sus páginas estuviesen atiborradas de hechos atroces, aunque rebuscasen los aconteceres más terribles para ofrecerlos al público, lo hicieron con una prosa que no hería la susceptibilidad ni las buenas costumbres idiomáticas. Podían presentar hechos aberrantes, expresiones macabras de la condición humana, pero con gallardía, con respeto. Sus cronistas y reporteros se preocupaban incluso por mantener un estilo que, sin rayar en lo clásico o lo mesurado, se mantuviera siempre en la donosura léxica.
Pero en los últimos tiempos, acicateados quizás por la crisis de la economía y por la irrefrenable pérdida de lectores, algunos periódicos han dado en llenar sus páginas de textos escatológicos, que destilan podredumbre y miseria idiomática a la par que son un atentado a los valores, a la ética, agreden la moral de las personas decentes, y por esa vía (quizás sin darse cuenta) apologizan el delito, narran los crímenes como si se tratase de situaciones humorísticas, presentan la noticia de forma groseramente descarnada, laceran la sensibilidad de los dolientes. Con ello, azuzan los más bajos instintos de la gente, le hacen ver como normal lo anormal, la estacionan en espacios mentales donde el delito, la trampa, los infortunios de quienes son víctimas de accidentes, de atentados o de timos de delincuentes de toda ralea, parecen sucesos repletos de comicidad y que en vez de ser lamentados, dan pie para el chascarrillo, para la broma perversa. Por ello, no es raro encontrar titulares como : “Despachan a tiro a tendero”, “Llovió balín : cuatro muertos”, “Lo pillan recibiendo la marmaja”, “Le dieron cuatro pepazos en un partido de fútbol y lo mandaron al barrio de los acostados”, “Un valecita sería el matón del Tumix”, “El Mono pelo de candela volvió a ser detenido por la policía”, “Con mi amante soy una fiera en la cama, pero con mi novio no”. O que encuentre una relación de hechos de la siguiente forma: “(…) fueron sorprendidos por las balas asesinas de dos sicarios, quienes llegaron hasta la terraza de su casa repartiendo balín”. O: “el hombre se opuso al atraco y el bandido le habría zampado dos puñaladas”. O: (…) el occiso, matarife de profesión, fue premiado por sus victimarios con dos tremendas cortaduras en el abdomen que lo dejaron seco y fuera de combate”. Estos, los ejemplos menos ofensivos que pude conseguir de la clase de textos que ofrecen esos periodiquillos, que deberían ser sancionados o cerrados por las autoridades, pues desdicen del criterio de ofrecer al público una información veraz, respetuosa y discreta en la manera de relacionar los hechos. No se trata de pedir censura, se trata de que quienes son informadores o comunicadores vinculados a los medios masivos de comunicación, no se conviertan en traficantes de la obscenidad, del irrespeto y de la mofa al dolor ajeno y además, del maltrato al esplendor del idioma y de las buenas costumbres, claro está, sin caer en puritanismos ni en poses extremistas. El hecho es que hay que frenar la estelarización de la carroña.
Publicado en el periódico digital La Urraka Cartagena
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