lunes, 1 de octubre de 2012

AÑORANZA


Todo es ahora presente en esta extraña aventura
sin anclaje para este escribano 
acabado por la ausencia.
T. M. S.
                                                                                                                                                 
Por Tito Mejía Sarmiento

Confieso que nací en un pueblo ribereño llamado Santo Tomás (Atlántico), donde hubiera querido nacer cada vez que naciera. Donde fui concebido además, por una hermosa pareja que se pasaba muchas veces la vida hablando del amor y sus metáforas bajo la tela de la noche y sus luciérnagas diminutas. Una pareja de ojos toledanos que transitaba asida de las manos por los mismos caminos aunque le pareciera cerca lo que estaba tan lejos. Confieso que mi piel se eriza hoy en llamarada, ajena  a la raíz que la redime, al acercarme a la ventana de la evocación:

      Las calles arenosas de mi pueblo, donde corrió toda nuestra infancia, dejaron de serlo. Hoy están convertidas en alfombras de cemento que con el pasar de los días se deterioran en su propio frenesí. Es que la vida de los pueblos ha cambiado tanto en muchos sentidos que, por ejemplo, ya no se escucha el tañido de guitarra, equilibrio de romances escondidos. He pretendido como antes, una vez más, buscar la novia amada, pero hoy está mojada por el alba de otro hombre. Ya no corta la guadaña del abuelo el rústico perfil de sus arrugas. Me interno no una sino varias veces, en uno de los barrios más antiguos  de la población con el ánimo de hallar por lo menos una  casa con techo de paja, entorno esencial de nuestros sueños, pero nada, desapareció también como  por arte de magia. Indago por Nohora, una mujer supremamente católica que cada domingo con su vestido de fiesta, se arrodillaba ante el altar de la parroquia, despertando el silencio  con su cadena de ruegos. ¿Y qué decir de los gallos? Ya no cantan tres veces sino siete porque hay demasiadas voces  que se tragan en sus penachos la quimérica existencia de las casas. Ya no está el rocío  que resbalaba en el jardín de trinitarias de mi abuela María Lourdes, esa abuela hermosa, juguetona y de andar suave, que mecía su sueño bajo la sombra del viejo olivo. Tampoco aparecen los locos que se inclinaban ante la luna llena que nos habitaba en cada diciembre, en la popular esquina de La Varita de Caña. Me resulta errar  entre lo ajeno del tiempo como en el juego de la rosa, tratando de ver a papá y mamá en su titánicas luchas de propagar su longevidad por todos los rincones de la casa a tientas en medio del silencio tangible que se afilaba todos los días, pero me topo de narices con sus almas ausentes. Trato de insistir nuevamente en la evocación de mis progenitores Tito y Eloina, pero las imágenes reales se difuminan una vez más, en el vuelo azul de la tarde tomasina para la belleza del acuario. Indago luego,  por la mujer que todas las tardes a las seis, leía poemas de Borges y de Neruda en la ventana de enfrente, y me dicen que se fugó con un marinero en un ataque de extrañas intermitencias amorosas. Por último, quito máscaras para encontrar a mis amigos, hoy reservas de la muerte.

      Definitivamente todo ha cambiado en mi pueblo que también es el tuyo: hasta la dirección de una bala asesina que por encargo a lo mejor, a esta hora se incrusta en la cabeza señalada para dejar a una madre con su dolor abierto al infinito. Y como el tiempo huye y  te da señas para que registres la huella de su paso, no quiero cerrar esta columna no sin antes decir, que sigo buscando con ojos persistentes la cara de la vida en todos los rincones de mi pueblo ribereño, aun  cuando me cobije en la inmaculada lágrima que se forma en los bordes de la risa y de la locura.

      De todos modos, pueblo mío, vecino de aquel río, siempre volveré a tu cuerpo y seguiré buscando fieramente en tus cargados pezones, la erupción láctea y, te besaré, besaré, besaré, pueblo mío, hasta lo más infinito de tu alma con todas mis fuerzas, en el más nocturnal tornado de cuento y epopeya que haya dentro de ti. Es que definitivamente siempre habrá pueblos que se llevan en el alma, y tú eres uno de ellos:

PUEBLOS QUE SE LLEVAN EN EL ALMA

 “ A  mis amigos que nunca olvidaré”

Hay pueblos que se llevan
en el alma, pueblos como
--el de Ramón Molinares Sarmiento--
donde “un hombre destinado a mentir”
desfila libremente por sus calles bajo
las sombras de los árboles de mango,
y  en donde la mujer que ama,
no apaga la luz para demostrar que
lo entrega todo absolutamente por amor
a los acordes de “el saxofón del cautivo”.
Hay pueblos que se llevan
en el alma, pueblos como
-- el de Pedro Conrado Cúdriz--
donde el ser arrojó su esperma en la vulva
de una “ emboscada de silogismos”
para ver “si el olvido tenía sus huesos”
o “en que instantes se crecían las rosas”
Hay pueblos que se llevan
en el alma, pueblos como
--el de Julio César Lara--
donde el temor no usa pasamontañas
y el pasado se niega a morir,
y en donde aquel que “ama, ama tanto,
 regala sus ojos por amor
en la oscuridad rasgada de los viernes”.
Hay pueblos que se llevan
en el alma, pueblos donde
se le saca el paso al hambre
y en donde además, “solitarias almas
se descubren y se desnudan”
con los versos  y pinceles
de Tatiana Guardiola Sarmiento
para que “no las esperen mañana”.
Hay pueblos que se llevan
en el alma, pueblos donde
el adiós no es infinito a pesar de la distancia
como le pasa a Aurelio Pizarro Charris,
fabulista que se dejó arrastrar
por un canto triste de fantasmas madrileños,
y “ahora vive  hiriendo sus carnes
en una actitud de obligante indagación”
mientras el tiempo apacigua las auroras,
y  yo contemplo embelesado
el sexo de la luna por la ventana de mi cuarto,
“sumando noches” como si se tratara
de una “crónica de los días”
en “el ojo ciego del planeta”.

Publicado en el periódico digital La Urraka Cartagena

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