Tenía la ciudad en sus axilas, en su ombligo el mar hacía la espuma, estaba hecha de gaviotas, quienes la besaban sabían que de sus labios fluía el agua refrescante de los cocos. Conocía todas las esquinas de la piedra, sus vertientes y calles alegóricas, cada historia, cada amante olvidado en cualquier noche.
Los domingos se le podía ver apostando la luna con su vestido corto, dejándose seducir por el varón oportuno, el que pudiera entender que su pubis era un camino tapizado de bebidas. Algunos perdieron la cordura después de gozarla en una cama, no sabían, no comprendieron que de ella sólo podían tener breves instantes, muchas mujeres la maldijeron, la seguían, la espiaban cuando entraba a los hoteles, le buscaban el nombre de sus maridos en la piel, pero sólo encontraban trigo luminoso entre las manos.
No había hombre ni mujer en su delirio, de su boca se escurría la libertad, en vano le ponían a sus pies los lujos, ella se reía, amaba y regresaba lo obtenido. Un día supo que esperaba un hijo, una caricia con muchos padres que alegaban su lotería, pero no quiso saber de nadie, prefirió el escape de la maleta una mañana turbia de agua y neblina.
No hubo testigos que la vieran subir la escalera del avión al extranjero, sólo miró atrás un momento antes de convertirse para siempre en una estatua de sal en cualquier parte.
Juan Carlos Céspedes (Siddartha)
Publicado en la revista La Urraka 29
No hay comentarios:
Publicar un comentario