(Poema etílico perpetrado sin pensar)
Mis ojos son dos hórreos concupiscentes. Me he dado cuenta ahora que acabo de llegar a casa después de hacer un par de reverencias al diós Baco.
Me he dado cuenta, así como el que no quiere la cosa, de que ya no se ni colgar mi ropa en su percha de rombos púrpuras o dejarla desperdigada debajo de la cama como hace mi madre con los lacasitos de colores.
Mis slips de kukutxumutxu me recuerdan a las cervezas sin alcohol que se bebe mi amigo el que tiene estudios y que es un parado de larga duración, en las fiestas de fin de curso de su colegio concertado.
Sí, ese que tiene un vecino que es arquitecto informático y que a pesar de ello no tiene dos dedos de frente según mis cortas entendederas y el piélago de las circunstancias.
No me cepillo los dientes tres minutos cada vez según dicen los médicos autorizados, porque prefiero que las muecas de Bob Esponja me restrieguen su filosofía de vida por la pituitaria mientras se que estás a cinco centímetros de mí piel (aunque no se te ocurriría decírselo nunca a nadie). Es lo que tiene eso de ser amigos.
Parece una tontería pero se lo que me digo:
eso contesto siempre que se desorienta un renglón de mi autobiografía. Y no se me caen los anillos.
Será porque los embadurno –los anillos- con mi personalidad y mi carisma del barato… cuánto Ángel tengo…
Eso de escribir “hórreos concupiscentes” es una auténtica mierda sobre todo si me acuerdo de la cara de borrachuzo execrable que tenía Janfry Bogart cuando se sentaba a mi izquierda en el bar dónde trabaja mi hermano mayor y yo hacía constantes loas y alabanzas al diós Baco.
Sí, todo pasa porque mi madre tiene alzheimer. Ya se, ya sabemos, que mi madre tiene alzheimer. ¿Quién no tiene una madre con alzejeil mer o cómo se llame esa mierda?
Vaya mierda de nombre este de la enfermedad cruel y atea esa. Nunca me aprenderé un nombre tan raro (estará orgulloso el tío ese de poner su nombre al mayor sufrimiento posible).
No me aprenderé ese nombre, no tengo tiempo, me dedico, entre otros asuntos varios, a cuidar al cuidador.
Enfrente de mi casa veo el número veintiséis en la fachada de la señora esa que viene en taxi después de beberse un par de cubos de los de cinco botellines cada uno de La Sureña.
Me alegro: El gremio de los taxistas también lo pasa mal. Pero yo, que estudié enfrente de un colegio de pago y que conozco de oídas al director de la Cajasur de Mérida, yo, insisto, creo que la culpa es del resultado final del Barsa-Madrid de mañana. Del resultado final o del resultado del principio (lo digo yo que he escuchado hablar a un notario joven con un botellín de Mahou en la mano).
Y me emborracho a la salud de las madres que tienen hijos que cumplen años cada diecinueve de abril (por ejemplo).
Sí, ya se que es una fecha como otra cualquiera, ya lo se, pero ahora que me acuerdo, mi fecha obligatoria es el veinte de abril, ese veinte de abril del noventa como el que cantaban los de Celtas Cortos. Ese aniversario que es (o no) un aniversario como otro cualquiera.
No se si esto se puede convertir en una mezcla de la náusea de Sastre y el proceso de Kafka o en un párrafo de la Odisea leído con la voz sinuosa de la hija de un superclase. La cuestión es que tengo que buscar en internet qué son los hórreos porque parece ser que mis ojos son dos, y además concupiscentes.
La conclusión final es que no bebo por la úlcera, pero por la boca me hincho. Lo digo mientras, ojo avizor, las vecinas, todas las vecinas del mundo, otean mi cincelado con escalpelo cuerpo, por entre las comisuras de las paredes de mi presente. FIN.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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