Un látigo al fondo, estrangula
una pared vieja
como un bodegón requemado.
Esportones vacíos
copulan apoyados
en una columna de más de sesenta años.
Esperan pacientes, cascotes y pelusas,
con el estoicismo de la ignorancia.
Trozos de un techo muerto visten el suelo reclamando
dejar de ser el mediocre,
infame
informe montón,
que esconde la estulticia
como el mendrugo de la náusea.
El látigo no es un látigo.
El surco de medio metro
que besa la pared vieja y humillada,
no es un surco.
Ni tan siquiera son una hoguera de sueños.
Las esquinas rotas dejan que el aire del patio
aletee libre por sus costuras.
Es el obra suprema.
El inicio de la resurrección.
Es movimiento.
La vida.
La tierra adopta posturas
que al molde de unos ojos dará vida.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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