Quiero contaros algo, que muy pocas personas conocen: Los ángeles, algunas
veces, brotan de la arena y se quedan a vivir junto a las olas, siempre atentos y sin
que nadie lo note, por si necesitásemos su ayuda.
Yo supe que lo que acabo de contaros es real un día de calor, en una playa
limpia y solitaria de la costa española. Aún no habían llegado los turistas, pero ya
apetecía sentir sobre la piel el refrescante bálsamo del agua, para luego secarse al
amor de una arena tibia y acariciadora. Hasta allí llegué con mi toalla de alegre
colorido, sobre la que tendí mi juventud, rebosante de vida. El sol se hizo de oro sobre
mi piel lampiña mientras le daba mi mirada al agua azul turquesa. Serenamente, las
olas infantiles de la orilla se fueron adentrando por mis iris y bañaron las
profundidades de mi pensamiento. Entonces vi chapoteando junto al agua a un
angelote rubio, un niño tan bonito que hacía competencia en hermosura al mar con
sus vaivenes. El niño hundía sus manos en la arena mojada y levantaba torres,
almenas de un castillo desde el que no perdía de vista a los escasos bañistas que se
zambullían cerca de la orilla. Nadie parecía prestarle atención y me extrañó un poco
que un niño tan pequeño estuviese sólo en la playa. Le miré durante un rato pero por
fin mis propios pensamientos me reclamaron la atención y me despreocupé de su
presencia. Me sentía reconfortado, sintiendo la caricia de la brisa suave matizando el
aliento cálido del sol, poniéndole la guinda al pastel de mi vida. Todo me sonreía y era
inmensamente feliz, con mi carrera recién terminada, el amor de Tonicha, la chica más
bonita de la universidad, guardado con esmero en mi cajita de latidos, la alegría de mis
padres, tan orgullosos de su único hijo, desbordada como río a lo largo y ancho del
pueblo, y la vida, repleta de promesas, abierta ante mis ojos como un balcón enorme
cuajado de flores y jilgueros.
Tras el baño de sol decidí darme el de agua. Cuando me acerqué a la orilla el
mar lamió mis pies y sentí un pequeño calofrío. El niño rubio me miró y abandonó su
juego de castillos. Se me acercó festivo y su cara me pareció un hermoso paisaje
iluminado por una luz extraña. “No bañes, agua mala para ti, no bañes” dijo con su
infantil lengua de trapo. Me hizo sonreír. “¿Por qué no quieres que me bañe? Hace
calor y el agua está estupenda. ¿Tú no te bañas?”, le respondí. El niño quiso
detenerme y me cogió la mano, pero yo inicié mi entrada en el mar mientras le gritaba:
Te echo una carrera.
Me adentré en el agua, que brincaba a mi alrededor perlándome el cuerpo.
Volví a notar el calofrío y me zambullí de golpe. Nadé mar adentro. De pronto me sentí
indispuesto. Quise hacer pie pero no pude. Una fuerza me anudaba los tobillos y tiraba
de mi hacia el fondo. Intenté luchar sin conseguir mantenerme a flote. Al verme
impotente quise gritar pero ya el agua se apoderaba del interior de mi cuerpo.
Cuando recuperé el sentido de la vida me encontraba en la orilla, rodeado de
algunas personas que me auxiliaban. “¿Qué ha pasado?” pregunté, y me contaron que
habían visto a un niño rubio, al que se le desplegaron en la espalda dos alas inmensas
y, con la suavidad de un pájaro amaestrado, había acudido a rescatarme cuando
estaba a punto de perecer ahogado. Luego desapareció sin que nadie supiese cuándo
ni por dónde.
Muchos años han pasado desde entonces; años que nunca hubiese podido
conocer ni disfrutar, de no haber sido por aquel querubín que vigilaba desde su castillo
de arena. Tenéis que creerme: los ángeles no están en los templos manipulados por el
clero, los ángeles brotan de la arena o el asfalto, lo sé porque lo he visto.
Juan Calderón Matador. España
Publicado en la revista Oriflama 16
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