Amaste a un hombre
(I)
Amaste a un hombre un día, y el montaje
de piel y nervios se abrazó a la aurora
despuntando en tu entraña, creadora
de enigmas y arrebatos. Tu lenguaje
se vistió de tersura; tu paisaje
comenzó a florecer tan a deshora,
que era mayo en diciembre, soñadora
de mares de oro en lúbrico oleaje.
Y al ser todo caduco, tu castillo
desmoronóse al fin, bajo el martillo
ciclópeo y despiadado de las fechas.
Proscrita la lujuria, alzado el muro
de soledad en torno a ti, el futuro,
si te hablaba de amor, era sin flechas.
Amaste a un hombre
(II)
Y te llegué al crepúsculo, en revuelo
de alas batidas contra la ventana,
en aliento de brisas, en campana
pulsando languidez de terciopelo.
Se desperezó el sol, nació el deshielo
de tus cumbres en nieve, la persiana
se alzó sobre el paisaje, y tu lejana
pasión de juventud reemprendió el vuelo.
Pero con otro nombre. Me nombraste,
sacudiéndome el íntimo contraste
de tu anterior matiz y el nuevo acento.
Siendo nuevo, me ves de tal manera
que de tu ímpetu el mío se apodera,
y te quedas, me quedo, sin aliento.
Amaste a un hombre
(III)
Los cien itinerarios emprendidos
no me abocaron a ninguna meta.
Fue mi objetivo prófuga saeta
lanzada sobre el mar de los sentidos.
Tú conoces mi nombre y apellidos,
de dónde vengo, mi alma de poeta,
a dónde me dirijo, y la completa
lista de mis impulsos reprimidos.
Y has abierto la cuna de tus brazos
donde ofreces reposo, y los zarpazos
de mi piel, si te inquietan, los consientes.
Amar es remozarse cada día,
y enlazar rendición y rebeldía.
Suceda así sobre los dos yacentes.
FRANCISCO ÁLVAREZ HIDALGO-Los Angeles-
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Hace 11 horas
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