Que rueden
Me resbalan los años,
y los dejo pasar, indiferente.
No tienen marcha atrás, ni son semilla
que pudiera sembrarse y recogerse
como espigas de trigo en el verano,
aunque maduros se los llame, o verdes.
¿Aceleran su ritmo
cuando sus cifras crecen,
o nos vamos tal vez haciendo lentos,
y ellos siguen su marcha, contundentes?
En uno u otro caso,
nos llevan a la muerte.
¿Y qué, si nos dominan,
y si al final son ellos los que vencen?
Morir sólo es derrota
para quienes se aferran, insistentes,
a lo poco que tienen, o a lo mucho,
y en perpetua vigilia apenas duermen.
Morir no es más que el salto en el vacío,
se abra el paracaídas o se quede
cabalmente doblado a nuestra espalda;
y es el día también que no amanece.
Pero no lo veremos;
sucederá, como la luz sucede,
estén o no cerrados nuestros ojos,
y nadie al lado habrá que nos lo cuente.
¿A qué fin preocuparse
de si los años vienen
rodando cuesta abajo?
Dejémoslos que rueden.
No está en nuestro poder frenar su ritmo,
y cuando llegue el último, que llegue.
Nunca sabremos que nos ha tocado,
porque en la vida, sin saber, se muere.
Lluvia
Me seduce la lluvia, amante triste
que se ciñe a la piel con la insistencia
del abrazo global, insoslayable,
sin compromiso, mas con gentileza;
diestra en sus artes y acomodaticia,
con sabor y fragancia de otras tierras.
Me lame el rostro en el primer encuentro,
con familiaridad; revolotea
en torno a mí, sin impedirme el paso,
mas con reiteración. La llevo a cuestas
sin haberlo yo mismo decidido,
sin haber presentado ella la oferta.
Es amante de un día, o de unas horas,
como atrevida, fiel, a su manera.
Me acompaña en la calle con sus mimos,
y si entro al bar de siempre, o a la tienda,
aunque la deje sola por un tiempo,
me esperará a la puerta.
Llego a casa impregnado de su abrazo,
me siento en el sofá, y es su presencia
tamborileo de festivos dedos
sobre el cristal de la ventana; observa
mi ir y venir, del baño a la cocina,
sabe que voy subiendo la escalera
de la sala a la alcoba,
y allí también está; no sé si acecha
en actitud de celos o de súplica,
mientras la noche, al exterior, se espesa.
Cuando apago la luz, de cara al sueño,
danza sobre las tejas
en taconeo pertinaz, festivo,
sílfide enamorada, y me desvela.
Y al clarear el día,
su llanto turbador cubre la huerta,
temblando en cada pétalo de rosa,
en cada hoja del sauce y de la higuera,
como diciendo adiós con un pañuelo,
como diciendo: “Amor, hasta la vuelta”.
FRANCISCO ÁLVAREZ HIDALGO -Los Angeles-
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Hace 16 horas
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