lunes, 24 de octubre de 2011

PREMIO

El indocente Juan V. Fernández de Gala obtiene el premio Eduardo de Ory, de periodismo de la Real Academia Hispanoamericana, por su artículo "Vargas Llosa y la ética feliz de las mentiras".

Vargas Llosa y la ética feliz de las mentiras
Por Juan V. Fernández de la Gala


Cuando era niño, a Mario Vargas Llosa le gustaba corregir las historias de aventuras que leía e inventarles finales prodigiosos, diferentes, más a su gusto. Intentaba hacer con la ficción lo que la realidad casi nunca nos permite. Lo malo fue que aquella taumaturgia literaria que usaba el niño Varguitas para enmendar de su puño y letra el destino contrariado de los personajes que admiraba, le torció también a él la vocación para los restos. Ni la obstinación de su padre, ni las estrictas reglas del Colegio Militar Leoncio Prado, lograron salvarlo de su destino de escritor.

Poco después, con sólo catorce años, tecleaba ya sus propios textos periodísticos en el diario La Crónica de Lima. Y así ha seguido desde entonces. Comprendió muy pronto que el periodismo sería la sombra inseparable de su actividad literaria, porque era el mejor modo de sentir los adoquines de la calle bajo la suela de sus zapatos, de participar, a su manera, en el parlamento popular de las esquinas, de hacer la crónica fiel del tiempo cruzando sobre los hechos cotidianos, sobre el rumor cívico de los semáforos y las cafeterías.

Por fortuna, es larga la lista de los escritores que han sabido combinar, con singular destreza, la creatividad narrativa y el periodismo de opinión. El trabajo de Antonio Machado en La Vanguardia, el de Álvaro Cunqueiro en El Faro de Vigo o el de Miguel Delibes en El Norte de Castilla, son sólo tres ejemplos, desordenados pero felices, de una fascinación que no es casual. También hoy, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez acostumbran a imprimir en papel de periódico la letra de sus pensamientos. A pesar de sus conocidas diferencias ideológicas y de sus supuestas desavenencias privadas, ambos escritores han coincidido siempre en muchas cosas. El brillo de su genio es sólo una. También lo es su defensa encandilada del periodismo como instrumento literario. Basta con degustar el verbo atrevido y transparente de sus artículos para comprobar hasta qué punto puede vestirse el lenguaje periodístico de una belleza precisa, diáfana y urgente.

Piedra de toque es el título de la columna de Vargas Llosa en el diario El País, que viene apareciendo también, desde 1992, en toda una red de publicaciones afiliadas. Y creo que no es casual que haya elegido este nombre extraño y de sonoridades arcaicas. La piedra de toque es el procedimiento que los orfebres han venido utilizando desde los tiempos remotos de Teofrasto, allá por el siglo iv antes de Cristo, para comprobar la calidad de los metales. El oro de ley, frotado sobre la piedra de toque, deja una marca que, al ojo experto del joyero o del tasador, resultará distinguible fácilmente de aleaciones fraudulentas o falsificaciones groseras.

En el mercado de las ideas que circulan por nuestro mundo, se agradecen también las piedras de toque. Nos ayudan a interpretar mejor los signos de los tiempos, la gravedad o la futilidad pasajera de nuestras perplejidades diarias; nos enseñan a distinguir el humo del fuego y el gesto de la intención. Sólo si adquirimos el hábito diligente de frotar los hechos contra la piedra de toque de la reflexión, nos mantendremos alerta frente al oropel barato de los lugares comunes o a los engañosos destellos de la demagogia.

Vargas Llosa, siempre fiel al principio unamuniano de la propia contradicción, ha sabido evolucionar ideológicamente desde el marxismo más ingenuo de su primera juventud hasta esa serenidad centradamente escéptica que alumbra hoy en su prosa. Y en el transcurso de este viaje no ha cesado de indagar, de asombrarse, de conocer, de escudriñar y de decepcionarse. De todo ello ha dejado cumplida constancia notarial en su trabajo periodístico, ya sea en forma de notas de viaje, recensiones bibliográficas, reseñas de lecturas, crónicas de actualidad o impresiones del mundo trazadas a vuelapluma o escritas con la sensatez cartesiana de la ponderación. Seix Barral y El País-Aguilar han logrado rescatar para siempre estos textos y salvarlos de la caducidad amarillenta de los quioscos. Gracias a su esfuerzo editorial, este periplo aleccionador de reflexiones y escollos que es la biografía intelectual de Mario Vargas Llosa, se ha podido recopilar en varios títulos. Contra viento y marea, Desafíos a la libertad, El lenguaje de la pasión, Diario de Irak, Israel-Palestina: paz o guerra santa y Sables y utopías, son ejemplos de un esfuerzo reflexivo por entender la realidad del mundo justo en la transición del milenio, reflexiones provechosas siempre, siempre iluminadoras, incluso para quienes no compartimos algunos de sus presupuestos ideológicos o su desencanto con las viejas utopías.

Hoy, pasada ya «la catástrofe del Nobel» —como solía decir Cajal—, Vargas Llosa conserva aún su pulcra prestancia de diplomático y esa misma sonrisa de medio lado que lucían, seductores, los viejos galanes latinos; una sonrisa que estalla fácilmente en sonora carcajada cuando la parte más afable de Mario se siente a gusto. Dicen algunos que el Nobel de Vargas Llosa ha sido más un reconocimiento a su constancia —a su «terquedad», como él mismo dice— que al deslumbramiento. Pero no cabe duda de que su palabra, ya sea escrita en letra impresa o pronunciada, con dulce prosodia cantarina, desde las más altas tribunas, tiene siempre el refrendo ético de su experiencia comprometida, de quien ha reprobado por igual el pragmatismo deshumanizado del capitalismo y los falsos eslóganes del populismo más simplista. Desde su Piedra de toque no ha dudado en criticar abiertamente, y sin eufemismos, el delirante mesianismo chavista, la dictadura embalsamada de Fidel Castro, el provincianismo de los nacionalistas radicales o esa plaga inextinguible que pudo haber sido la dinastía Fujimori en el Perú. Una voz comprometida con sus propias convicciones, que no sigue el viento cambiante de las modas y que alerta del peligro que los poderes económicos o los poderes políticos, de cualquier signo o ralea, pueden llegar a suponer para el ejercicio libre del periodismo. San Fernando, en Cádiz, fue testigo hace unos meses de la entrega a Vargas Llosa del Premio en Defensa de la Libertad de Expresión, reconocimiento que concede la Asociación Interamericana de Radiodifusión a quienes destacan precisamente en este esfuerzo. El Real Teatro de Las Cortes, un espacio que conserva aún en sus paredes aquel rumor vibrante de libertad que alentara la Constitución de 1812, fue el escenario apropiado para que el entonces vicepresidente Pérez Rubalcaba, agradeciera al nobel su curtido compromiso en este empeño.

Sin embargo, a pesar de que lleva más de cincuenta años escribiendo, hay todavía una cuestión que a Vargas Llosa le inquieta responder: cuando le preguntan si se retrata en sus ficciones del mismo modo realista y desinhibido como lo hace en sus columnas. Entonces Vargas Llosa duda, se rasca la mitad de su ceja peruana, piensa un poco, pierde un momento la mirada en el espacio que hay delante de él y luego contesta unas veces que no y otras veces que sí, y unas veces que sí y otras veces que no. Y siempre se queda con la sensación incómoda de no haber sabido responder a un viejo galimatías personal. ¿Cómo explicar que un edificio formado por el espejismo de las palabras no puede ser habitado por seres reales? ¿Cómo explicar que el orden aparente en que los hechos son narrados no es más que un artificio literario? ¿Y cómo aclarar, de una vez por todas, que la literatura es el modo más hermoso de mentir que existe, sabiendo que dentro de cada mentira de la ficción hay una verdad profunda que no podría ser formulada de otro modo?

Para Mark Twain, sin embargo, el dilema no tenía vuelta de hoja: según él, la principal diferencia que marcaría los límites entre realidad y ficción es que, al contrario que la realidad, la ficción se nos antoja absolutamente creíble. Probablemente la literatura y el arte sean los únicos territorios paradójicos en los que las mentiras alcanzan a ser las grandes maestras de la verdad. Vargas Llosa lo sabe y ha demostrado conocer muy bien los secretos atajos que las unen.

1 comentario:

  1. Muchas gracias, José Luis.
    Un honor participar en tu blog con este artículo que publicó en su día el Instituto Cervantes en su sede virtual.
    Un abrazo

    JV

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