Una vez tuve una hermana roja.
Una vez bellísima de papel de fuego.
Las almendras de sus ojos eran
desconsoladas frutas para ir.
Frente al espejo, yo peinaba su larga cabellera de murciélago fresco.
Los crespones morados de la seda del vino, no podían otra cosa que alumbrarnos.
Los racimos de plata de los ojos del búho, no podían otra cosa que alumbrarnos.
El miedo no podía.
Cuando se fue,
no te preocupes, dijo,
va a pasar este tiempo y el siguiente.
Una noche, despierto
porque una mano helada te tire de las piernas,
vas a saber mi muerte.
Lo último que hicimos fue no hablar de recuerdos. Tratar de no decir la palabra verano
y dejarnos morar por la tristeza.
Después saber el mundo
y el dolor
como un solo camino para todas las cosas
o la música rota de no poder volver.
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Le temo a los ciegos, porque miran las cosas para adentro.
Con una leve magia de los dedos
descubren al instante cómo se llama el mundo.
Una vez
de tanto ver el sol quedamos ciegos
yo y mi hermana.
Cada vez que acertábamos el nombre de una cosa
los parpados brillaban como rayos o conejos.
Cómo nos divertimos
escondidos de todo
a plena luz del día.
Duró poco la gracia.
Mi madre nos deshizo la ceguera con una componenda de ajo y huevo.
Extraño esos días, en que los ojos no eran extenuados dadores de belleza
y como en el amor, si no hay forma de dar con la mirada, el mundo es una piedra.
Le temo a los ciegos
porque no pueden saber
que los asusto.
Canto el tiempo de mis aparecidos.
Trepan por los vidrios, caen de los árboles,
son pelusitas,
son panaderos.
Mientras lloramos y nuestras voces se abrazan con el vino, cantan con nosotros.
A veces los miramos sin sentido
y la vida es tan triste cuando no sabemos.
Nos quedamos temblando en ese rastro de invierno tras sus pasos.
Y ellos,
pacientes como todo espejo,
se agitan en la sangre de lo que no crece.
A veces alguien entra a una casa y encuentra uno sentado a la mesa.
Entonces lo lleva hasta la puerta, le besa la frente, le encarga saludos para el viaje y lo sopla
pidiendo tres deseos.
Y ellos, con algún dejo de tristeza,
bajan por el aire de la calle, se pierden para siempre.
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Canto el tiempo de mis aparecidos.
Trepan por los vidrios, caen de los árboles,
son pelusitas,
son panaderos.
Mientras lloramos y nuestras voces se abrazan con el vino, cantan con nosotros.
A veces los miramos sin sentido
y la vida es tan triste cuando no sabemos.
Nos quedamos temblando en ese rastro de invierno tras sus pasos.
Y ellos,
pacientes como todo espejo,
se agitan en la sangre de lo que no crece.
A veces alguien entra a una casa y encuentra uno sentado a la mesa.
Entonces lo lleva hasta la puerta, le besa la frente, le encarga saludos para el viaje y lo sopla
pidiendo tres deseos.
Y ellos, con algún dejo de tristeza,
bajan por el aire de la calle, se pierden para siempre.
Marcelo Carnero -Argentina-
Publicado en el blog elpoetaocasional