Me arranqué la cabeza y la puse encima de la mesita de noche. Hacía un día frío y no quería que se me enfriasen las orejas. Miré el reloj: las ciento cuatro y ochenta y seis. ¡Se me hacía tarde! Rápidamente, me desvestí, añadí cuatro granos de pus a mi frente marchita y busqué el estiércol para untarme en los sobacos, no fuera que los jefes se ofendieran si sospechaban que no era muy aseado.
Quité el cristal de la ventana para ver qué tiempo se avecinaba: las nubes tenían debate en el cielo y observé que una de ellas (la que llevaba birrete) parecía indicar que debían hacer caer la consabida leche con miel, que era lo habitual el último día de la semana. ¡En fin, me dije! Cogí el teléfono para protegerme de la lluvia que amenazaba y salí a la calle.
Las calles, perfectamente bacheadas, se encontraban totalmente desiertas, aunque podía observar, en la lejanía, algún oasis perdido o unas pocas palmeras ¿o, tal vez, eran espejismos? Me dije que el próximo día tomaría un par de copas antes de salir de casa, para despejarme, que conste. Anduve, anduve, anduve, hasta cansarme. Entonces me di media vuelta y regresé a mi hogar, para descansar.
Llegué derrengado. Me quité las botas de siete leguas y me eché sobre la mesa y así me estuve un par de minutos, hora más, hora menos. Después, después de los de verdad, me quedé dormido.
Quizá, realmente, nunca estuve despierto.
Publicado por Francisco J. Segovia -Granada-
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Hace 10 horas
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