Yo no sé cómo te enteraste que estaba aquí y, sobre todo, cómo has venido a verme si hace más de cinco años que estás muerto. ¿Recuerdas? Aquella tarde corríamos los dos: yo robé una empanada y tú, un churro de a sol. Sonó un balazo y ahí nomás quedaste, en medio de un charco como este, pero rodeado de gente. No como yo, ahora, solitario, si no fuera por ti, que has venido a verme, Chisco querido.
Y tú me preguntarás qué mierda hago aquí, en este infierno de hojas y zancudos, yo que debería estar a estas horas gorreando unos cigarros en la tienda del chino, mientras hago el ambiente para cuando llegue a casa y mi madrastra me tire las sobras de comida en la cara o mi viejo me busque la bronca por las puras alverjas, sólo por joder.
Así pasó hace un mes. Me pegaron por mi vieja que ni siquiera conocí; porque había nacido; porque no me morí cuando, en el Hospital del Niño, me sacaron pus de los pulmones; creo que me pegaron para que me largara de una buena vez. Y me largué, carajo.
Tú siempre fuiste más valiente que yo, la calle te calzaba mejor. Pero yo no, Chisco. Recordaba los ojos llorosos de mi hermano y quería volver. Pero no sólo me habían molido los huesos, me habían escupido al corazón, y así no podía regresar.
La tele hablaba de la guerra y de lo bienvenidos que eran los voluntarios y, aunque no tenía la edad suficiente, me enrolé y me fui a la frontera.
Como verás aquí todo es diferente. Todo. La tierra es otra tierra, y hasta el sol, que apenas atraviesa los árboles, es otro. Sólo la sangre es igual en la costa y en la selva.
Íbamos once por una trocha recién dejada por el enemigo. Las raíces me ponían más cabes que el Zurdo cuando le quitaba la pelota. El barro me sujetaba fuerte de las botas. Los treinta kilos que llevaba a la espalda, sin contar el fusil, parecían sesenta con la lluvia. Me fui quedando atrás. Creo que me perdí. Después, chapoteando entre el barro y la maleza, escuché una explosión más fuerte que el balazo que te tumbó esa tarde. Y todo oscureció.
Ahora que he despertado te veo aquí, acompañándome. Mirándome sin decir nada. Sentado en una rama como si fueras mono. Sabes, Chisco, nunca pensé que sin piernas me sentiría más liviano; tanto, que me darían ganas de echar unas chalacas como cuando les ganamos a los “Bravos del Rímac” jugándoles en su propia cancha. Pero así es, Chisquito: sin piernas, en medio de este charco rojo que ha comenzado a llenarse de hormigas, me dan ganas de correr y hasta de volar al árbol tierno donde te has subido para espantar los buitres que me aguaitan relamiéndose el pico.
Del libro aquellos pájaros de Ángel Gavidia Ruiz -Perú-
Publicado en Suplemento de Realidades y ficciones 73
No hay comentarios:
Publicar un comentario