Ese día sentía que el carretón estaba más pesado que nunca. Qué raro, pensaba, si siempre traía lo mismo. Había salido de madrugada a la Vega, tenía que llegar a tiempo a instalar su puesto en la feria libre, le sonaba a burla el libre, que iba a ser libre ella, si desde niña tuvo que trabajar. Hace años, cuando vivía con sus padres, y ayudaba a sembrar, desmalezar y cosechar, era experta en papas, tomates y también en melones y sandías. Cuidar chanchos y gallinas ya la tenían hastiada, un día lo decidió, se vendría a Santiago. Lo sentía mucho, no tenía alternativa, quería tener su propia vida, sabía los sacrificios que le significaba a ella y el sufrimiento para sus viejos cuando lo supieran, los padres siempre lloran cuando se les va un hijo, y una hija regalona con mayor razón. No le fue fácil acostumbrase a su nueva vida, pasó muchas pellejerías, vivir en pensiones —eso fue después que en la casa de un familiar donde llegó, le dijeron que no la podían tener más. Ahora recuerda las pocas veces que fue al cine y sobre todo una película, algo de la colina se llamaba. Se trataba de un campo disciplinario militar, le impactó el protagonista, un preso que junto a sus compañeros los obligaban todos los días a subir una colina de arena, incansablemente, de sol a sol, con su mochila de reglamento. Le hizo mucho sentido con su vida, sobre todo ahora que día a día debe salir con su carretón, sonríe tristemente para sí y piensa, yo tengo mi propia mochila, y qué le va hacer, los tres hijos tienen que comer, pero se sabe responsable y apechuga nomás. De su marido mejor no hablar, él siempre fue irresponsable, después de todo sintió alivio cuando se fue, su madre siempre decía “mejor sola, que mal acompañada”; son sabios los consejos de los viejos. Por lo menos en la feria, entre sus colegas, encontraba apoyo, la gente mientras más humilde es más solidaria, lo sabía por experiencia propia. Si hoy tienes un hijo enfermo, o cualquier otro descalabro, muy pronto se corre una lista para apoyarla con plata, o por lo menos con palabras de aliento, es bueno sentirse parte de una comunidad. Una de esas madrugadas se detuvo, a leer un escrito en la pared, nunca lo había visto, seguramente lo pintaron esa noche, lo leía y releía:
“Y aunque no lo creas ganaremos nosotros los más sencillos, aunque no lo creas, ganaremos, ganaremos”.
No sabía que era un poema de Neruda, pero le hizo sentido, memorizó quién lo firmaba, la brigada Chacón, en los días posteriores siguió dándole vuelta a lo leído. Todos los días se detenía cuando venía con su carretón con verduras a leerlo, y así como decidió dejar su casa y familia, para aventurarse en Santiago, así, con la misma decisión tomó contacto —después de preguntar entre la chiquillería del barrio— con los autores del mural, se puso muy contenta cuando la aceptaron en el grupo. Empezó a dejar pequeños espacios de sus ocupaciones para dedicárselo a este nueva faceta de su vida, brigadista de la Chacón. Tenía un sentido innato para la propaganda, primero cumplió como “loro” —avisar cuando venían los pacos—, su primer aporte en serio fue cuando aprendió a “filetear”. Se trataba de hacer el contorno de las letras, para después rellenarlas, cada día se esmeró más en su aprendizaje, pero no hablaba de sus cosas personales, era muy reservada. Ni nos dimos cuenta cuando ya estaba enseñando las técnicas de los papelógrafos, inventó una plantilla de una simple carpeta de cartulina, que permitía hacer todas las letras del abecedario. Empezaron a pedir que fuera a otros lugares. En Pudahuel, Lo Prado, La Florida supieron de su arte, y de su dedicación, también de su simpatía. Todos querían aprender con ella, cómo lo hacía para madrugar yendo a la Vega, atender su puesto en la feria y dedicarse a sus pequeños hijos, solo ella lo sabía. A veces me encontraba con ella, en las mañanas cuando se iba a instalar a la feria, invierno y verano, Claudia Antonia cargaba su mochila, no tenía alternativa. Un día empezó a faltar a su trabajo, ya no se escuchaba pasar su carretón, con el característico rechinar de sus ruedas metálicas, igual dejó de asistir a sus charlas de “propa”. Preocupados fuimos a su casa, nos atendió una persona que no conocíamos, nos dijo escuetamente:
—Claudia Antonia ya no vive aquí.
Esto fue en la época de la dictadura militar, aún la recuerdo con cariño, qué sería de ella. Cuando paso frente a un mural o un papelógrafo, lo miro detenidamente, con la secreta esperanza, de encontrar en ellos una señal de su particular modo de “filetear” o algún rastro de sus enseñanzas.
Jorge Gallardo Péfaur -Chile-
Publicado en Suplemento de Realidades y ficciones 73
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