jueves, 20 de diciembre de 2012

LOS OJOS DEL GALGO


Acababa de incorporarse a la autopista cuando vio al galgo. Era del color del cemento.
Andaba arrastrando el paso, desde los jarales de la cuneta hasta al arcén y luego hasta el asfalto. Se
paró en las rayas discontinuas de la carretera y miró al conductor. El coche frenó en seco y el
hombre tuvo que ponerse las manos delante de los ojos desquiciados para tapar el horror. No chocó
con nada pero, en la hora y media que continuó el viaje, no pudo quitarse de la memoria aquellos
ojos amarillos clavados en los suyos. El galgo parecía aún más agotado. No hizo nada más que
mirarlo; con un paso inerte se fue por fin y desapareció tras la maleza de la cuneta.
El perro me miró- pensaba- me miró echándome la culpa.
Hasta llegar a casa , rememoró mil veces ese cuerpo famélico, ese grupo de huesos y ojos
fluorescentes que lo habían mirado de forma humana.
Cuando llegó a casa se dio una ducha y bajo el agua caliente imaginó asqueado al galgo, qué
hubiera sido de él de haberse producido el golpe. Sería ahora una lámina de sangre y piel gris pegada
al asfalto.
Se echó la siesta. Soñó con el perro. Ahora era un conejo sin ojos, despellejado y ofrecido en
una bandeja de plástico blanco, como cualquier producto de carnicería.
Al despertarse se había hecho de noche y se olía muy lejos el sonido de la tarde de un viernes,
la gente en los bares, ahora que hacía buen tiempo, las motos y los frenos de los coches.
Pensó entonces en su hermano. Hacía mucho tiempo que no lo traía a su memoria. Había
entrenado para espantar su recuerdo, como se espanta la molestia de una mosca en un pastel
pringoso.
De alguna extraña manera la mirada del galgo le había hecho recordar esa mirada última que
le vio en los ojos. Había adelgazado tanto en los dos meses que pasó sin verlo que era un
sietemesinos en aquella enorme cama de hospital. Olía a la colonia infantil con la que las enfermeras
lo perfumaban.
No comió nada. Abrió el frigorífico un par de veces, pero la luz amarilla iluminaba la comida
del interior con igual fosforescencia que los ojos del perro. Destapó entonces la olla con la comida del
día anterior. El guiso tenía un olor gomoso, a neumático y galgo atropellado. Sintió nauseas. Abrió
la ventana que daba al patio, donde las vecinas habían tendido la ropa. Hoy habría hecho un buen
día en aquella ciudad, pero él siempre estaba fuera, representando ropita de bebé y pensando que él
nunca tendría hijos a los que vestir.
- Fue una promesa que me hice a mi mismo aquel día, cuando lo de mi hermano- le decía a
los amigos y a alguna que otra mujer con la que había quedado últimamente.
Pensó entonces que había dormido demasiadas horas y que la noche, sin haber querido ver a
Merche , se le haría muy larga. Fue hasta el sofá. Después de un rato, los ojos del galgo seguían allí,
en el reflejo de las farolas de la calle sobre la pantalla negra del televisor.
- ¿Voy a morirme? – le preguntó su hermano.
- No- mintió él.
Luego ya no pudo verlo más. La megafonía anunciaba que la visita había terminado. Aquella
misma madrugada alguno de sus cuñados le avisó de su muerte.
En el entierro tampoco quiso quedarse hasta el final. No quiso ver cómo lo encajonaban dos
metros bajo tierra. Durante toda la ceremonia y el cortejo a pie fue pensando que ese cuerpo
achicado iría dando tumbos dentro de su propio ataúd.
Después le repugnó todo lo que suponía su recuerdo, aunque muchas noches unos ojos
amarillos, de animal fabuloso, se inflamaban en la oscuridad del cuarto.
- Puto galgo- dijo casi en voz alta- debería habérmelo llevado por delante.

ROCÍO HERNÁNDE Z TRIANO
Publicado en la revista Nueva Grecia 1

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