Mis ojos no saben distinguir olores, ni mis manos palpar sensaciones, ni mi pecho cobijar tempestades, ni mi conciencia asumir visiones. Es imposible para todo el mundo sentir con sentidos diferentes particularidades propias de cada uno de ellos. Pero existe un “sexto sentido”, nada esotérico, ningún “resplandor” que nos ilumine en los momentos tenebrosos de la existencia, que avisa, proclama, grita en algún segundo muy determinado: “esto es, esto no es”. No hay explicación, es imposible definirlo científicamente. Podríamos llamarlo ¿intuición? o ¿empatía?, sin por ello restringirlo al ámbito de lo femenino o de lo mágico o mistérico.
Ese sentido particular es el que hace que podamos ver el olor de la rosa en primavera, o palpar el llanto de un hambriento, o saborear la promesa de un cuerpo prometido repleto de deseos y concavidades para explorar. Es todo eso y mucho más. Inmersos en la cotidianidad, en el absurdo vivir arrastrándose por los caminos ya trazados, sólo vemos con los ojos, escuchamos con los oídos, besamos el canto frío de las monedas y la árida superficie de los billetes de banco. Empantanamos los sentidos, ocultamos los instintos que son los que, en última y primera instancia, estimulan la ¿intuición? o la ¿empatía?, y morimos.
No todo está perdido, nunca, en ninguna circunstancia –salvo en la suprema oscuridad de la noche eterna- y, en esa lucha porque el instinto supere a una razón ofuscada y atascada a la vez en una vía muerta, debemos estar, sino siempre –imposible, imposible... – al menos, un instante supremo de cada día.
Francisco J. Segovia -Granada-
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