martes, 16 de octubre de 2012

LA AVENTURA DEL RELOJ DE CUCÚ


Regresábamos, Sherlock Holmes y yo, del cuartel central de la policía, donde Lestrade había expresado su sincera gratitud hacia mi amigo por la resolución de un nuevo misterio. Una semana atrás habían robado una reliquia del Museo Negro de Scotland Yard: el valiosísimo Pájaro Dorado.
— ¿Lo encontró entonces? — pregunté.
—En la tienda del señor Terrace.
— ¿El relojero de Kensington Road?
Holmes asintió. Tenía un aspecto enfermizo bajo la luz de la luna.
—Póngame al corriente —exigí.
Mi amigo me explicó entonces que el señor Terrace había sido visto por un testigo cerca del museo la noche del robo. Así que al mediodía tuvo una charla con el sospechoso en su tienda, durante la cual un antiguo reloj cucú no cantó las horas. Al ver mi rostro confundido ante ese supuesto indicio, Holmes me tendió un sobre de papel.
Parecía vacío y pregunté qué era.
—La pieza que desentrañó el enigma—aclaró con voz muy suave.
Volqué el contenido en mi mano: era una brillante ruedita dentada. Pronto la reconocí y mi corazón dio un vuelco.
Miré a Holmes significativamente, exigiendo una explicación.
— ¡Por Júpiter, Watson! —me regañó—.
Por la tarde regresé al negocio del señor Terrace llevando conmigo este engranaje. Desde luego, el relojero lo halló fascinante. En seguida se hizo de una lupa de gran aumento y estuvo estudiándolo durante varios minutos.
El último tramo por Baker Street lo hicimos en silencio, porque el detective empezaba a te-ner dificultades para hablar. Medité sobre lo que había oído y admiré a mi exhausto acompa-ñante por dar todo de sí mismo en cada caso.
Ya en nuestro departamento nos sentamos a fu-mar. Holmes continuó:
—Quise distraerlo. Necesitaba unos minutos para revisar el interior del enmudecido reloj cucú…
—Los ojos le titilaron con rapidez. Acto seguido Holmes presionó el botón oculto tras su oreja, y el cráneo se le abrió exhalando ruidos neumáticos. El imposible mecanismo quedó a la vista. Apagué mi
cigarro y me levanté para asistirlo. Con un dedo largo y preciso el detec-tive apuntó el lugar en el que yo debía colocar el engranaje del sobre. No fue difícil.
—Allí encontró el Pájaro Dorado, en lugar del cucú —dije al fin, volviéndome a sentar.
Mi amigo sonrió de oreja a oreja.
—Elemental, mi querido… —Holmes se detuvo ruidosamente, la pipa a un centímetro de la boca. Lo sacudí con gentileza—… Watson.

Marcelo D' Angelo (Argentina)
Publicado en la revista digital Minatura 121

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