La ciudad tenía aquellos cielos perfumados,
Para gloria entera de los amantes,
Como aleluya de sus labios,
Con el cielo de la luz clara, tenuísima,
he visto a mis ancianos,
besándose a hurtadillas,
Blanco y no frío, semejante a un cristal enterrado
en la selva,
lejos de la ira de la luna, en sotovoce,
el cielo cubría los patios de una sola ala,
su piso de ladrillos bien quemados, borravinos,
igual alisados y hasta con ceras de miel,
necesarias para lino corrida de milonga,
Era un cielo fresco de alma, sin liturgias ni
aquelarres,
nada de vicios paganos, nada de lenguaraces,
Tan sólo una enredadera de jazmín celeste,
Apenas un grueso parral de raíces no finitas,
Cobijadas del sol más que de tormentos australes
las cebadoras de mates practicaban el ritual
desde el alba
hasta la mirada del adiós,
Había calandrias cantoras sobre el tallo de
las palmas, había gallos de pico alzado
para aligerar la noche, había perros
de olfato cultivado
cazadores que espantaban las rondas
maléficas del viernes,
Y un olor a pan del bienaventurado día
estrenaba el concierto del horno de
leña, para marzo,
Más denso el aroma del mustio, casi avinagrado,
teñía las sobremesas del estío,
entre vaivenes del vals,
bailadores no faltaban,
sus manos separadas por un pañuelo de colonia,
de la cintura para abajo selladas por un fuelle
de herrero.
Se escuchaba un tren desde las tierras del
misterio, muy cercanas, puro baldío,
tierras de parrandas pobres,
sin ópalos ni orquídeas pero con una choza de ramas,
abierta a la iniciación de la carne,
Allí crecían insectos con los mil ojos
de las fiebres,
y flores con espinas en demasía salvajes
para la capilla del domingo, o el retrato
de una madonna en la mesita de luz,
El tren cargaba tarros de leche hacia los puertos
de ultramar, donde se alzaban castillos de niebla,
un tren con mugidos, con cueros viciados y trigo y un
vaho de carbón de piedra que adormecía
a las mariposas,
y acompañaba los cantos del viento,
los viejos cantos de la edad,
-Nunca un maestro de coro para las voces de
ese cielo,
-Jamás un baqueano sureño para las huellas
en esa bóveda de seda,
-Ningún artesano tallador de Bohemia para el cristal
blanco y no frío, enterrado en la selva,
Y llegados los junios de invierno se encendían
fogatas en la mía urbe
en los puntos más altos del barrio,
las batallas callejeras reflejadas en los
pómulos rojos, lindamente golpeados,
como zarzas, hirviendo,
más que pleamares, agitados,
a kilómetros de nunca acabar con la frontera
de los pumas,
y los muy pocos mapuches
que también cuidaban sus fogatas,
Pero las nuestras eran para el sacrificio
de los dioses trajeados,
y para asar papas en el rescoldo, ya de
madrugada, y la garúa en los huesos,
Rápido como un corcel de las pampas había
pasado diciembre
y todo el verano, en las playas del río tibio
de barro, mitigado,
río para dos ciudades que podían atisbarse
a ciertas horas, y el horizonte
como un marco de plata,
La pesca de bagres era en la costanera Norte,
En el sur se tañían libremente, como campanas,
los mástiles de luz,
Por el día se fabricaban en las chozas resguardadas
con latas y tacuaras,
cohetes guerreros, también barriletes,
Los vecinos mostraban paciencia de mandarín
tampoco el cielo parecía inquietado,
En los parques, ahora, luz amarilla,
son los faroles, las serpentinas,
tablados para el baile de los mozos
en celo,
alelíes y nomeolvides prefieren las novias,
duraznos y naranjas se venden en los carros,
por el vecindario,
Llegaban después las lluvias de la inundación,
a recoger ropas para los pobres entre los pobres,
un ballet verde de ranas
en los jardines traseros, y en las quintas
tomates en hileras plantados,
y en el último tramo de las últimas aguas
se botarían barcazas de papel de diario,
de firme navegación,
Pero el mare nostrum desembocaba en las
alcantarillas,
podía existir lo tenebroso,
y lo fétido,
Adiós, adiós barcazas de la infancia
de firme navegación,
Que no haya respuestas lastimeras, nadie arroje
el salvavidas ni una botella de ginebra,
Vamos a escuchar el tonto corazón a solas,
Ver el instante suspendido en su vuelo,
La mañana que nace con sol y desnuda,
Bajo aquellos cielos.
VICENTE ZITO LEMA -Buenos Aires-
Publicado en la revista Fuegos del Sur
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