La persecución duraba desde el anochecer. Intenté escapar del influjo de aquellas fieras con todas mis fuerzas a pesar de que el instinto me decía que volviera a lo más profundo del bosque, pero tenía que verla de nuevo. Tenía que saber que estaba a salvo. Me ardía la pierna —malditos diablos— pero eso no me impidió correr con una velocidad tan increíble que me pareció que nada de aquello era cierto. Cuando llegué al hogar que habíamos compartido durante tanto tiempo no pude entrar: me resultó imposible. Mis manos habían desaparecido y unas garras siniestras las sustituían. Eva apareció por la ventana con un rifle en mano y con el rostro atormentado por la pena. Entonces comprendí, lo entendí todo… Yo ya no pertenecía a su mundo, los aullidos me llamaban de nuevo, y un deseo irrefrenable me indujo a volver. Antes de partir para siempre le miré a los ojos. Podría haberme disparado pero no lo hizo, creo que también comprendió que era yo y que de alguna manera me estaba despidiendo. Creo que supo que desde que me mordieron me había perdido para siempre.
Me alejé con mis nuevos compañeros hacia donde se perdía el horizonte. Ya solo existía el instinto y la llamada de la tierra. De mis tiempos de humano solo perduraba ya el recuerdo de su mirada de fuego.
Francisco Javier Masegosa Ávila (España)
Publicado en la revista digital Minatura 117
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Hace 21 horas
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