La tierra es un rehén en manos de las estaciones.
Leo la tierra y leo el aire.
Y la caligrafía de las estrellas.
He borrado la distancia estéril con las otras estaciones
y las volteretas de hojas azules y grises.
¡Largo fue el verano!
Que ponga su sombra a los árboles, a las paredes y a los relojes de sol también.
Y que suelte los vientos por los valles.
¿Por qué echar de menos un sol eterno
si nos hemos comprometido
con la claridad divina?
Los rayos de luz
se van quedando cautivos
con la preñez del silencio.
Deambulando por las calles
donde se voltean
las hojas de la melancolía.
Preparando para la siembra
las semillas del silencio eterno.
Caen las hojas marchitas.
Todos caemos aunque con
ademán de negación
a un sueño impuesto.
La mañana está calma.
Sin rumores.
Como para ofrecerse
a un dolor más tranquilo.
El alma en el aire anchuroso.
Perezosa se torna la tarde.
Sus deseos están en disyuntiva:
Sumergirse en la magia perenne de la noche.
Retroceder y ser luz de nuevo.
Los ecos de algunos cantos
rompen el silencio
con un funeral de plumas y arrastrando una rama de estrellas.
Pero va caminando hacia el día.
La tierra se queda agazapada,
en letargo.
Mezcla de morir y nacer
a mordiscos desgarrados.
Hay una pesadilla tibia que
deja algún secreto
en el abismo.
Y los jazmines negros
se evaporan .
La sementera
empapada de nostalgia
ha tratado de inventar
nuevas flores.
Las rosas por dentro,
pétalo contra pétalo
descansan.
Los pájaros conversan al viento,
y éste se da cuenta de
porque
estoy vinculada a lo eterno...
Ahora,
más taciturna
la nube de las lágrimas
vuela arrastrada por alondras
que cantan un Aria
con los sollozos más hondos
del violín del Otoño.
Tiembla el olmo.
Se estremece el sauce.
El horizonte bordea los setos
Y se evade.
Carmen Linares
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