Tu existencia ha sido dura, triste, desde siempre tuviste que dedicarte a ser el esclavo de otros y ya estabas harto; desde ahora tú dominarías. No obstante, no encontrabas personas, y ya recorrías
bosques, montañas y ciudades desde hacía meses. Te hallabas en el país del norte, hacia allí habías enfilado, porque escuchaste rumores sobre ciertos supervivientes, tal vez por esos lares encontrarías algún vestigio de humanidad. Los que dejaste atrás fueron muriendo por la misma enfermedad, el primer síntoma era la ceguera, pero con tus estudios médicos habías deducido que algunos podrían
tolerar el mal y adaptarse al padecimiento, de hecho, hasta llevarían una vida aceptable; eso sí, no lograrían visionar nada nunca más. En cambio, tú eras inmune, aunque perdiste el ojo derecho en una
trifulca, qué ironía. No eras como los otros, eras tuerto. Mirabas alrededor tuyo, apreciabas imágenes de la naturaleza, el cielo, el sol, la tierra, los animales, las plantas, tu rostro humano en un riachuelo.
Estabas contento y triste al mismo tiempo, pues recordabas gente que, quizá, en otra vida hubieran sido tus amigos, tu familia.
En cierto momento, al amanecer, como si se augurara una nueva etapa de tu existencia, hallaste sobrevivientes, les hablaste y te percataste de que todos estaban ciegos, les dijiste que tú sí podías
ver, les describiste los placeres de la visión y las maravillas de la Tierra, mas no te hicieron caso, esa generación nunca había visto y se había adaptado a su condición invidente, desarrollaron sus otros sentidos y vivían en armonía y paz, sembrando, criando animales, y desarrollando el día en día entre sus casas y las labores del campo.
Les mencionaste que tú podías ser su líder, pues eras tuerto y en tierra de ciegos el tuerto es rey, te respondieron que estabas loco, que alardeabas, que eras bienvenido, pero si seguías insensato, habrías de marcharte cuanto antes. Intentaste probarles tu superioridad física, tu extraordinaria inteligencia, mas nada de eso servía, aquellos habitantes residían en una época y lugar donde la sencillez lo era todo.
Al final, te rendiste, te despojaste de tu único ojo y te les uniste. Ellos te tocaron, tu piel suave, tu cuerpo cálido, tu energía.
Fuiste aceptado; no serías su rey, pero sí uno de sus iguales. Jamás les dijiste que eras un androide.
Carlos Enrique Saldivar Rosas (Perú)
Publicado en las revista digital Minatura 147
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