A: Narda Waleska, mi hija En su cumpleaños
I. La espera
Este corazón que no tenía la edad de ahora.
Que rozaba, generoso, las tres décadas de vida.
Entre feliz y asombrado por la inminencia de tu venida.
Palpitaba al compás de la ilusión, con apremio, con pasión.
Con la flor del cariño deshojada entre sonrisas.
Es que, para mí, darte a luz era un signo de alegría.
Rebasaste el tiempo estipulado, para el alumbramiento.
El desasosiego del médico, volvía menos dócil y sutil el mío.
Qué difícil y singular momento en la bruma de mis fantasías.
De mis sueños de madre convertidos en lágrimas doradas.
En aves de plata y luz que cantaban a la vida con trinos celestiales.
Con singulares signos de contento y miedo, de seguridad y dudas.
Tu corazoncito que palpitaba con el mío demandaba vida.
Se quedó un momento sin bailar al ritmo de tus ansias,
de salir al mundo, para hacerme la mujer feliz que soy ahora.
Por primera vez vi un imponente y rudo tanque de oxígeno.
Y, por primera vez se me clavó en el alma compungida,
el terror ante los olvidados signos de la muerte.
Por fortuna el infinito misterio que a veces es incomprensible,
decidió que merecía ser feliz teniéndote conmigo.
Las puertas de la sala de partos se abrieron acogedoras,
y pasé custodiada de amables enfermeras que no olvido.
Miré al Doctor y sonreí confiada ante la calidez de su presencia.
Era mi médico de siempre, el de la mano amiga y la voz pausada.
II. El advenimiento
Pujé con ganas, luché con gallardía, ¡necesitaba verte!
Y, no fue en vano, de próvida armonía vestí mi corazón,
cuando las estrellas de la media noche refulgieron,
ante el rebelde y sonoro primer grito de tu bendecida vida.
Olvidé dolores y llena de amor, extendí los brazos suplicantes.
El médico sonriente, te colocó sobre mi pecho, airoso y refulgente.
Te vi y sin saber exactamente que sentía, ni pensar en lo que hacía,
estampé un beso en tu tierna frente, en tus manitas, en tus pies,
en toda tú, que aún no estabas totalmente limpia de las huellas,
del trauma rudo de tu advenimiento a la vida.
Fue solo un pequeño instante, que se hizo inolvidable.
Va siempre conmigo y mis andares, a pesar de humanas penas.
Silente y sosegado, el corazón me palpitaba y me quedé callada.
Pero, muy en lo recóndito de mí, vibraba necio afán de protegerte.
Cómo quería, desde entonces, librarte de fieros adversarios.
Cómo deseaba, ahí, evitar ortigas en tu femenino caminar.
Cómo, mi niña, alejarte, para siempre, de la maldad oscurantista.
Cómo hacer de mis brazos alas que te libraran de hieles malas.
Volví a la paz de mi cuarto, mi madre, amorosa, me esperaba.
¡Es una nena! Dijimos casi al mismo tiempo, y su mano acarició la mía.
Mi ideal con patria, entonces, estaba feliz de percibirme madre.
La flor encendida de mis sueños, se tornó luz defensora de la dicha.
Llevaron a mi niña ya arropada y la pusieron en la tierna cuna.
Yo, la miraba embobada, querendona, llorosa de alegría.
III. El presente
Hoy, a los tres días del mes de junio del año 2015.
Mi niña es una mujer hermosa, trabajadora y buena.
Valiente buscadora de la dignidad que enaltece refulgente.
Luciérnaga delirante que sabe lo que es haber sido y ser.
Flor con olor a Nardos blancos de valentía y solidarios mimos.
Geniecilla amante del progreso y mariposa de altos vuelos.
Yo, su madre, la adoro con respetuosa admiración.
Y, aunque ya no poseo joven corazón de portentosa fuerza.
Amo la vida desde ella, para sentirme felizmente rozagante.
Con su recuerdo me habita el descubrimiento de lo nuevo.
Me vuelvo genio, para olvidar lo malo y rememorar lo bueno.
La paz se me adhiere a la conciencia y agradezco el milagro de la vida.
Aura Violeta Aldana Saraccini -Nicaragua-
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