De reacciones virtuosas y castas,
sus caricias eran cortas
y miraba con complejo
los rostros de los demás.
Su párvula cobardía,
crestas de ola en sus cicatrices.
Alejaba el cuerpo
y encogía sus versos
porque era poeta,
poeta del silencio y la mugre.
A veces bebía y su pánico
se convertía en un tigre
de siete cabezas.
Luego se retiraba con la resaca a cuestas,
se enroscaba entre las babas de su impotencia
y contraía los músculos de su alma.
Era grande y único
pero ni él quería saberlo.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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